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jueves, 22 de agosto de 2024

Encerrarse con la censura

Carlos YUSTI

“La censura perdona a los cuervos y se ensaña con las palomas.”

Juvenal

La censura en nuestros días no ha desaparecido del todo y mas bien ha sutilizado sus mecanismos para seguir silenciando lo inconveniente, lo que puede ser desfavorable a la administración ejecutiva del poder, sea político, religioso o burocrático. Tiene renovados métodos y se traspapela con nuevos nombres como corrección política, derechos de las minorías, etc. En algunas ocasiones se ampara en la ley para crear gráciles dispositivos legales y todos felices.

 


La habitación de los libros prohibidos.


En nuestro país (Venezuela) estuvo vigente la Ley sobre Vagos y Maleantes. La misma regulaba a los individuos etiquetados en las categorías de “vagos y maleantes”, a los cuales consideraba individuos peligrosos y en tal sentido eran detenidos sin proceso alguno. En dicho grupo entraban aquellas personas sin oficio conocido, las no afectas al gobierno de turno y todo aquel que resultara incomodo a la administración. Esta ley fue derogada, pero se han implementado nuevos mecanismos para silenciar la protesta en cualquier escenario. Ya no censuran periódicos, ni detienen a sus directores sencillamente le niegan la publicidad gubernamental o el papel para imprimir los diarios. Al que escriba algo inconveniente (o salga a la calle a protestar) le pueden aplicar traición a la patria, incitación al odio.

Alicia Francis (Barcelona, 1967) es una de esas artistas que busca en el arte sus posibilidades trasgresoras, su incidencia en el día a día a través de objetos artísticos anticonvencionales para subrayar su reflexión del mundo, con sus vaivenes, desde su experiencia vital con la cotidianidad entrampada en los objetos comunes, en el caso que nos ocupa serían los libros. No sin razón ha dicho en una entrevista: “El arte es el único reducto de libertad que nos queda”. Quizá sea más bien la última trinchera para darle una vía de escape a la creatividad y la desazón.  El arte como una manera enfática de esquivar la censura.

Una obra de Alicia Francis, que puede sintonizarse como referencia contra la censura, es sin duda La Habitación de los libros prohibidos, la cual forma parte de la serie “Habitaciones Prohibidas”, un conjunto de habitaciones para usos específicos. Así están La habitación del grito, del olvido, etc.

Con estas habitaciones Francis visualiza su preocupación por ese espacio privado, e incluso personal, que está a la vista pública. Reinventar el espacio como una manera de imaginar, de dar rienda suelta a esos temores que de alguna manera encierran a los individuos. Cada habitación se concibe, en algunos casos, desde la interacción con el público o desde la crítica.

Por ejemplo, La Habitación del olvido (2013), es un gran cubo trasparente llena de una sustancia blanca, algo así como harina y que es Metyrapone, un medicamento cuyo valor terapéutico permite al paciente olvidar episodios traumáticos ya que incide sobre los niveles de cortisol para reducir la capacidad del recuerdo. Este olvidar es una manera de escapar de eso que daña y causa dolor.

 


La habitación del olvido.

 

En La habitación del grito (2012-2013), el espectador puede acceder a un cubículo aislado del ruido externo y que permite al público gritar y activar, a través de un mecanismo electrónico, una impresora 3D, la cual convertirá el grito en una pequeña figura tridimensional.

 

 


La habitación del grito.

 

En la obra La Habitación de los libros prohibidos el público asistente puede entrar a un espacio acogedor y bastante cómodo.  Sus paredes están tapizadas con estantes y libros. Es un espacio que invita a la lectura. La pequeña habitación de madera contiene 189 libros, que el espectador puede hojear, leer si le apetece. La única particularidad es que los libros de esta peculiar sala de lectura tienen todas las portadas iguales (de color gris) y en ellas está impreso brevemente la historia de censura a la que cada libro fue sometido en su momento.

Entre algunos de los libros (y autores que encontrará el espectador) se encuentran Franz Kafka y La metamorfosis que los Nazis arrojaron a las llamas; Los Versos Satánicos de Salman Rushdie, considerado un libro blasfemo y por la que su autor tuvo que esconderse protegido por guardaespaldas. No podía faltar Henry Miller, ni el Ulises de James Joyce, considerado un libro degradante y obsceno con juicio incluido a sus editores. Infaltable elCándido de Voltaire; los escritos de Giordano Bruno; Lolita, de Vladimir Nabokov, libro libidinoso y que fue considerado una expresa apología a la pedofilia y al incesto. También está un libro soso de brujos, magos, varitas mágicas y nada original como Harry Potter.

En una entrevista Alicia Francis ha explicado: “Más allá de permitir comprobar que muchas de las que ahora consideramos obras maestras fueron prohibidas en algún momento de la historia, la instalación es un pretexto para iniciar el diálogo. Lo verdaderamente importante es lo que pasa entre la gente dentro de la habitación”.

Esta obra de Francis permite encerrarse con la intolerancia, el fanatismo y sobre todo con la censura. Las habitaciones concebidas por Francis me traen a la memoria esa habitación hecha de palabras de Virginia Woolf, “Una habitación propia”. Libro que recopila una serie de conferencias sobre la mujer y la novela dictadas por la escritora en la Sociedad Literaria de Newham y la Odtaa de Girton. Woolf escribe: “Nunca podría cumplir con lo que, tengo entendido, es el deber primordial de un conferenciante: entregarles tras un discurso de una hora una pepita de verdad pura para que la guarden entre las hojas de sus cuadernos de apuntes y la conserven para siempre en la repisa de la chimenea. Cuanto podía ofrecerles era una opinión sobre un punto sin demasiada importancia: que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; y esto, como ven, deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela”. Por supuesto de lo que escribe la escritora inglesa es de esa dificultad que tiene la mujer para ejercer de autora de novelas en una sociedad atiborrada de prejuicios e hipocresías que ejerce la censura desde las costumbres sociales. En el trasfondo de sus conferencias late escondido ese perro guardián de esa censura otra que sojuzga y somete e incluso invisibiliza a la mujer.

El escritor Günter Grass escribió algo bastante pertinente: “La literatura universal no es el producto de santos. Amenazada en todo momento por la censura, hemos entregado a ésta, sin embargo y con frecuencia, el campo, y la mayoría de las veces a la ligera, ya fuera por sutilezas, ya fuera por amor al ego. Tampoco estamos llamados a ser mártires, a pesar de que a la sociedad le gusta mucho el apropiarse a posteriori, como mártires, de los escritores perseguidos”.

En La Habitación de los libros prohibidos el espectador puede encerrarse con la censura, sopesar sus endebles preceptos y sus fobias para con el otro, sobre lo que piensa o escribe. Puede ver en esos los libros tachados como impropios un espejo que refleja esos los oscuro pasadizos del espíritu humano, de su obsesivo afán de amoldar el mundo a sus temores y cegueras más paranoicas.

 

Libros, magia y censura

Carlos Yusti

 

En los distintos foros, jaleos, charlas y saraos a los que me invitan para charlar sobre literatura y libros nunca falta la pregunta, ¿para qué sirve la literatura? Me quedo unos segundos divagando en ese nirvana zen y para no proporcionarle ideas a los censores e inquisidores de siempre, trato de acercarme al ojo del huracán de la respuesta guardándome un as en la manga y respondo: la literatura no sirve para nada.

Los libros han alimentado muchas hogueras a lo largo de la historia humana, siempre, para fanáticos y censores, son objetos dañinos los cuales hay que mantener cerrados, mutilados y prohibidos. Los enemigos de los libros, que son más de los que ingenuamente se cree, están convencidos que los libros poseen algo perverso, un extraño sortilegio que de alguna manera puede cambiar la estructura mental de los lectores y los de la realidad.

Vladimir Nabokov, aseguró, en alguna de sus clases en la universidad, que las grandes novelas de la literatura no eran otra cosa de cuentos de hadas, ficciones creadas por la imaginación artística. Y él mismo demostró esta tesis con su “Lolita”, novela que le proporcionó sus cinco minutos de fama. Nabokov, lo confirmó en algunas entrevistas, en “Lolita” se lo inventó todo. Su imaginación le proporcionó el aliento de vida al viejo baboso al que le gustan las niñas en flor; de igual modo se inventó el ambiente y la Norteamérica, de moteles y lugares de comida rápida, es sólo una escenografía de su intuición creadora. La novela fue censurada y vilipendiada. Hay gente a la que le gusta creer que las novelas son un fiel reflejo de la realidad, personas que se traspapelan con los personajes y a los que el escritor denomina como filisteos o como lo escribe Nabokov: “El filisteo ni sabe ni se le da nada del arte, incluida la literatura; su naturaleza esencial es antiartística, pero quiere información y está educado en la lectura de revistas. Es lector asiduo del Saturday Evenig Post, y al leer se identifica con los personajes”. Es bueno hacer distinciones. Claro que los arribistas que presenta Balzac, en sus novelas, o esa adultera incomparable que es Madame Bovary, poseen pinceladas especiales muy por encima a los arribistas y adulteras que uno ha padecido en la vida ordinaria. No sé, pero en verdad hay personajes de novelas inolvidables; en cambio en la vida hay personas, que aunque hayan cruzado el campo de visión de nuestra existencia, son menos reales, tienen menos humanidad, menos carnadura poética y de los cuales con facilidad se olvidan y uno nunca se toma la molestia en recordarlas. No obstante, hay personajes que siempre resuenan en nuestra alma.

Para censores e inquisidores los libros no sólo reflejan la vida, sino que de alguna manera son responsables de trastocar la vida, la historia, el destino e incluso la realidad gris y obstinada donde nos movemos a diario. Don Quijote quiso llevar a la práctica lo leído en los libros, para darle un viraje a la realidad sin magia que le tocó en suerte y todo el mundo sabe como terminó la osadía del caballero de la triste figura.

Pero dejemos a Don Quijote y volvamos al mundo real. Hace poco en los Estados Unidos se ha desatado una oleada de censura contra los libros de Harry Potter. En algunas escuelas han sido prohibidos y en una que otra localidad han osado quemar el libro. Los argumentos para semejante salvajada son más bien insólitos. Aducen que los libros no son más que manuales de magia y brujería. Que la marca en forma de s en la frente de Harry lo conecta con el mundo perverso de Hitler y su policía política llamada SS. Una de las fieles lectoras de Potter, con apenas nueve años, coincidiendo por casualidad con Nabokov afirmó: “Mis amigos y yo sabemos que los libros de Harry Potter son historias irreales, son sólo historias de ficción entretenidas y emocionantes; nada es verdad y son sólo eso: historias de ficción”.

La autora J.K. Rowling dista bastante de ser una bruja siniestra. Divorciada y con una hija la vida se le convirtió en un laberinto de estrecheces económicas y para salir a flote tuvo que dar clases de inglés. Decide escribir el libro para sacudirse la depresión. Con lo justo para tomarse un café deambula por una que otra cafetería escribiendo el primer libro del niño mago. Sus antecedentes bibliográficos inmediatos son los libros de Tolkien. Luego de terminar el libro escribe varias copias a mano, ya que no tiene el dinero necesario para fotocopiarlo. Va de editorial en editorial hasta que en el año 1997, Bloomsbury lo compra en la Feria del Libro de Bolonia. El libro ha puesto a leer a niños, jóvenes y viejos por igual.

El culto y temor por los libros se inicia, por paradójico que resulte, en los albores de la Edad Media y la enseñanza en monasterios de artes liberales. Para la antigüedad, hay un texto de Borges que ahonda sobre este aspecto, tenía más valor la palabra oral que la escrita. Ese axioma de Clemente de Alejandría podría ser el sello de ese recelo a los libros: “Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda”.

Este temor por los libros y la palabra escrita fue disipándose en la Edad Media con la creación de las Universidades y las bibliotecas. Ernets Robert Curtis escribió que «el empleo de la escritura y del libro en el lenguaje metafórico se encuentra en todas las épocas de la literatura universal…” El libro se tuvo por bastante tiempo como un medio para la perfección del espíritu. Para Shakespeare el libro tiene un valor menos rotundo y envarado. A la sazón Curtis escribe: “Shakespeare no concibe la escritura ni el libro como un contenido vital, como atmósfera, como representante simbólico del conocimiento y de la sabiduría; para sus metáforas del libro acude al estilo retórico de la poesía contemporánea y la transforma en múltiple y variadísimo juego de ideas…”

Con el afianzamiento feroz del cristianismo como nueva concepción de Dios y el mundo la Biblia pasa a convertirse en un libro sagrado; centro de la verdad y columna vertebral de la inspiración divina. Los otros libros, considerados profanos, ya no tienen interés alguno. Gerard-Georges Lemaire acota: “Durante la Alta Edad Media, la enseñanza monacal se encaminó a la abolición de las artes liberales, y en el siglo VI se prohibió la lectura de textos profanos tanto a os neófitos como a los clérigos.” El Santo Oficio de la Inquisición en 1558 crea el Index Librorum Prohibitorum, una guía exhaustiva de los libros tachados de nocivos y contrarios a los preceptos eclesiásticos. El fanatismo clerical comenzó tímidamente quemando libros y objetos (en la actualidad la histórica pira propiciada por Savonarola en Florencia, llamada “la hoguera de las vanidades”, sirve de alimento para los turistas) y luego, sin el menor asomo de humanidad, pasaría a quemar los cuerpos en una empresa policial modelo a futuro.

El 10 de marzo de 1933 los nazis realizaron unos de los auto de fe más emblemáticos de la historia. Más de veinte mil libros amontonados en varias montañas fueron sometidos al fuego, bajo la mirada vigilante de los bomberos para evitar cualquier accidente. En la dictadura de Augusto Pinochet la cesura y quema de libros se hizo con una eficacia sistemática de relojería. En Afganistán los Talibanes no sólo destruyeron obras de arte monumentales, sino que destruyeron todos los libros que cayeron en sus funestas manos. En el País Vasco, la librería “Lagun” tiene el récord de haber sido una de las más bombardeadas por ETA.

En el prólogo de su libro “Cómo leer y por qué”, Harold Bloom escribe: “Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y mucho más”. Los libros de alguna manera ensanchan nuestra existencia, expanden nuestra visión del mundo y sobre todo nos enseñan las posibilidades de la imaginación y la memoria.

Los libros siempre serán objetos peligrosos para ciertas mentes estrechas y triviales/tribales. Sin embargo el lector es el mejor aliado del libro y de los autores o como lo ha escrito Nabokov: “Es él, el buen lector, el lector excelente, el que una y otra vez ha salvado al artista de su destrucción a manos de emperadores, dictadores, sacerdotes, puritanos, filisteos, moralistas, políticos, policías, administradores de correo y mojigatos”.

ENCUENTROS CON LA CENSURA

Carlos Yusti

La iniciación a la lectura tiene varias etapas. En mi caso comenzó por las comiquitas de los diarios, las novelitas vaqueras, luego las policiacas y al final del túnel estaba esa luz impecable, lúcida y límpida de los clásicos. Sthendal fue el primer autor de fuelle que leí con deleite. Luego cuando mis hormonas despertaron mi curiosidad mi atención se centró en determinados libros marcados como prohibidos. El Decamerón y las novelas del Marqués de Sade me proporcionaron esa otra dimensión de la literatura que se extralimita, que pisa la grama de los prejuicios y dogmas preestablecidos por el poder eclesiástico o político.

La censura tiene variadas aristas y muchas veces se vale del guirigay leguyérico para asestar sus golpes. Escribir es siempre exponerse, es quedar al descubierto y ser presa de la censura y demás florituras recalcitrantes de ciertos personajillos del poder político (o de la casa cural de la parroquia) que buscan por todos los medios que la escritura sea incolora, indolora y carente de faltas y erratas políticas.

Mis encuentros con la censura tienen menos de tragedia y más de teatro de equivocaciones cómicas. Cuando cruzaba en bicicleta mis 16 años edité con otros amigos (“Animales Krakers” se llamaba el grupo) una revista con pretensiones literarias (tenía más pretensión que literatura por supuesto), pero que en el fondo sólo buscaba pasarse de la raya. Su estilo escatológico y bilioso fue su marca de fábrica.

La revista era una burla a todas esas revistas literarias modosas y telarañosas que cuidaban con esmero la ortografía y el estilo literario en pedante y que, como era lógico, jamás publicarían nuestros textos primerizos. La revista tenía ese tufo de pared de baño público: dibujos, groserías, poemas. Rimas jocosas y aforismos veloces impregnaban sus páginas e incluso a los 500 ejemplares del segundo número en una de sus páginas, que tenía el dibujo de una mujer desnuda, le encolamos pelos reales obtenidos en una peluquería. La crítica tardó, pero llegó como un dardo y se publicó en un periódico: “La publicación recoge relatos, poemas, artículos de opinión de sus integrantes y colaboradores y, del comienzo al fin, una muy abundante porción de penes, senos, vaginas “adornadas” con pelos no sabemos de qué procedencia al lado de otras muchas menudencias. (…) Con los “Krakers”, con sus ideas, decimos (y con quienes andan en la misma onda dentro o fuera de “Krakers”) que el arte y la literatura siguen amenazados con estancarse”.

Quisimos responder, exponer nuestros argumentos, pero no hubo manera y entonces comprendí lo escrito por Voltaire que la peor desdicha para el escritor es ser juzgados por necios. Además, los necios a veces van lejos: “Sobre todo cuando el fanatismo se une a la mediocridad, y a la mediocridad el espíritu de venganza”. Lo cierto del caso es que quienes firmaron ese texto contra los Krakers siguen en sus hazañas de censuras y como sapos cooperantes del régimen de turno.  

En otra oportunidad escribí en un periódico un artículo titulado “mujeres”, en el cual alababa el espíritu creativo de algunas mujeres, pero en algún aparte del texto incluí la frase de un amigo que me dijo que algunas mujeres nunca superaban la etapa de Harpía. Esto ofendió a un grupo de damas. A los pocos días me telefonearon del periódico que habían respondido a mi escrito, pero el diario no quería publicarlo por considerarlo bastante ofensivo. Me opuse, si algunas mujeres se sintieron afectadas en su dignidad era lógico que me pusieran en su sitio. El artículo se publicó y resultó un cactus espinoso, vengativo e insultante en el cual me llamaron chulo, homosexual y que mis pinturas debían quemarlas y a mi darme veneno.

Considerarse ofendido (o ultrajado en la dignidad) parece ser el motor que desata la censura intolerante contra el otro, además es cuestión de óptica. J. M Coetzee explica que una de las consignas del Congreso Panafricanista en los años 90 fue: “Un colono, una bala”. Coetzee escribe: “Los blancos señalaban la amenaza a sus vidas que contenía la palabra “bala”, pero, según creo, era “colono” lo que suscitaba una perturbación más profunda”.

Hoy los ofensores se han atrincherado en los periódicos y en el Internet. Los ofendidos por lo general son los políticos de saldo y oportunidad que padecemos y todas esas vacas sagradas que exhiben la dignidad como medallas sin considerar que la dignidad es una ficción por aquello escrito por Coetzee: “La ficción de la dignidad contribuye a definir la condición humana, y la condición humana contribuye a definir los derechos humanos. De este modo, hay un sentido real en el cual una afrenta a nuestra dignidad ataca nuestros derechos. Con todo, cuando, indignados por dicha afrenta, apelamos a nuestros derechos y exigimos reparación, haríamos bien en recordar lo insustancial que es la dignidad en que se basan esos derechos. Si olvidamos de dónde procede nuestra dignidad, podemos caer en una postura tan cómica como la del censor enfurecido”.

Todos tenemos dentro un censor muy bien guardado, pero quienes detentan cargos públicos son susceptibles a que ese censor aflore con rapidez más por estupidez que por algún parámetro mínimo de inteligencia. Detrás de un censor, o de quienes se prestan para hacerla de comisarios del silencio, se oculta un ciudadano, la mayoría de las veces, que guarda con celo en su escaparate particular sus vilezas, mientras su rostro de ciudadano ejemplar ocupa la escena pública.

Mientras los censores de todo pelaje afinan sus garras y se amparan en las leyes, el escritor, el periodista y el bloguero se las ingenia para seguir escribiendo todo aquello que saca de sus casillas a la administración.