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viernes, 28 de agosto de 2009

LEOPOLDO VILLALOBOS, Singular y Plural

La primera impresión que se tiene al leer las crónicas de Leopoldo Villalobos es que este curtido periodista, se tutea con los temas con exacto malabarismo literario y algunos arcaísmos, herencia de la vieja escuela del escribir bien; prosa  muchas veces austera que va a lo suyo con enorme pericia y una buena proporción de cultura/lectura. A uno le suele faltar, en el escrito apremiante del día, esa despreocupada preocupación que se le nota a Leopoldo Villalobos en sus escritos. Su actitud ante el quehacer de escritura posee un componente comunicacional subrayado de cordialidad, sabiduría y vitalidad.

Leopoldo Villalobos nació en Guasipati. Ya ha pasado muchos linderos tanto en edad como literarios. Se graduó como periodista en la Universidad Central. Ha dirigido revistas y publicaciones de todo tipo. Escritor asiduo de crónicas y ensayos con los temas culturales más disímiles. Se ha ganado algunos premios por su incansable labor periodística. Lo he visto risueño y juvenil, en una foto, al lado de Rómulo Gallegos. Leopoldo es un periodista singular que asume la pluralidad de la escritura y reparte en periódicos, o revistas, su sabiduría de lector insomne. Es más un ratón de biblioteca que un estilista. No obstante su vitalidad robusta, su humildad y su disposición para encarar la escritura lo convierten en un hombre digno de admirar.

Aparte de escribir la columna y la crónica histórica escribe Leopoldo Villalobos uno poemas extensos y nerudianos, con algunas manchas de café y Rubén Darío. No son poemas con experimentaciones lingüísticas. Para Leopoldo la esencia de la poesía radica en el empleo de un lenguaje sencillo y accesible o como él mismo me lo ha dicho: "Por allí andan muchos poetas, los poetas se dan aquí como la verdolaga. Por allí andan escribiendo una poesía hermética, críptica que ni ellos mismos entienden. Todavía no se enteran que la trascendencia de un poema radica en la lectura que realizan los demás. No es por azar que la poesía de Neruda, Aquiles Nazoa y Andrés Eloy Blanco, hecha con ese lenguaje sencillo que todo el mundo comprende, todavía está vigente." Todo esto lo expresa Leopoldo entre solemne y divertido.

Otra de las cualidades de Leopoldo es su sentido del humor combinado con su equidad a la hora de los repudios y los elogios literarios. Sabe mantenerse al margen del cotilleo y de la hablilla malsana. Umbral ha escrito que entre escritores mayoritarios y minoritarios se han despreciado siempre mutuamente. Leopoldo no siente reconcomio por los otros escritores. Nunca le he escuchado un comentario insidioso sobre nadie.

En días pasados hemos estado realizando unas tertulias en las comunidades, presentando el libro "Las más bellas cartas de amor entre Manuela y Simón". Ana María  Marín, quien  organiza  con  la gente esta actividad,  me ha dicho que Leopoldo relata la relación entre Bolívar y Manuela con tanta familiaridad, y tanto conocimiento, que parece que Leopoldo hubiese estado junto a  ellos. En la presentación del libro yo, por supuesto, hago gala de mi ignorancia histórica y de mi iconoclastía hacia los héroes de la oficialidad con estatuas y todo. Leopoldo, por su parte, deja en claro su sentido común y su conocimiento perfumado y metafórico de los hechos históricos.

A pesar de estar algo equidistantes, en cuanto a la edad, a Leopoldo y a mí nos une ese sentido antiacadémico que tenemos de percibir la historia, nos entrelaza más que la amistad la vehemencia por el saber, por la literatura leída y vivida; nos vincula, en definitiva, el tener como última trinchera la escritura. Qué le vamos a hacer. La literatura es un espacio de interrelaciones donde todo se traspapela, donde todo se vuelve un texto legible que escribimos y donde quizás también nos escriben.

Leopoldo ha elogiado mi librito sobre Pocaterra. Al parecer le gusta el estilo escueto, duro y desmelenado del libro. Yo por mi parte elogio sus crónicas y sus ensayos porque carecen de estilo, pero están plenas de datos, ponderación, sabiduría, sentido común, lucidez y mucha lectura más allá de las solapas. En los pocos años que tengo tratándolo ha despertado en mí el interés por la historia, más como sistema que como anecdotario y compendio de fechas. La historia como un prontuario de activismo público vivo y no como dato agobiante con héroes aceptizados y muchos vuelvan caras. Además, me ha trasmitido su pasión por la escritura como ejercicio permanente. La escritura como catarsis diaria sin reglas, ni patrones ni pruritos. Me contó que en una oportunidad escribía cuatro artículos distintos para diferentes diarios.

En otra ocasión Leopoldo me comentó que prepara una crónica sobre el San Félix de los años treinta, tiene semanas investigando acerca del tema. Esta metodología de Leopoldo, esa meticulosidad para acercarse (y acercarnos) a la historia lo distingue de una buena porción de improvisados historiadores que pululan en demasiado por estos parajes de hojalata y vidrio bruñido.

Leopoldo Villalobos es un viejo dinosaurio. Tiene la piel curtida de gramática e historia. Tiene el corazón blando de poesía mala y cristalina. El alma atestada de buenos sentimientos, muchos libros, conversación y sueños. Pertenece a ese viejo periodismo lleno de pulcritud (sin erratas políticas ni sintácticas), imparcialidad, objetividad y cultura. Es un viejo profesor (sin achaques por suerte) y gran promotor de la historia fluvial, amena, doméstica y eterna. Es un sabio parco y solitario que se pasea por los anaqueles de la historia fichando en sus apuntes los hechos menos manoseados por los académicos. Las crónicas de Leopoldo tienen calidad de página.

El tiempo nos pasa factura a todos. A Leopoldo, sin embargo, le ha dejado de quince años su afición por los libros y la historia. El otro día me lo dijo: "Hay que leer de todo sin prejuicio alguno" Actitud de mozallón, lozana y fresca. Mis respetos.

martes, 25 de agosto de 2009

Valencia derivada (con Prozac)


Los buenos ensayistas son escasos quizá por las exigencias nada exigentes del género. Son pocos los ensayistas que se preocupan por el denso arte de escribir y que hacen como ese personaje ficticio de Cortázar, Johnny Carter, un jazzista de saxo que se traspapela con el Charlie Parker real, quien durante un ensayo de repente deja de tocar y rabioso dice: "Esto lo estoy tocando mañana". El buen ensayista trata de ser un individuo que escribe mañana y entonces se vuelve un lío.

El ensayo tiene contados cultivadores, poquísimos adeptos (y ni se diga adictos). Sin mencionar que el ensayista es considerado como un escritor aplazado al cual no se le toma con alguna pizca de seriedad en el ambiente literario. Por lo general se le subestima y se le relega, o se le ficha, como escritor en segunda potencia: escritor que escribe de todo sin ser maestro en nada. De todos modos el género, inventado por Montaigne y que Francis Bacon retoma con inigualable maestría, tiene hoy enorme maleabilidad y gracias a ello se arguye (a manera de sorna claro) que sólo se dedican al ensayismo (no confundir con escapismo) esos escritores sin fibra musical para la poesía, carentes de convulsiones imaginativas para la novela o el cuento, o sea, los ensayistas se le juzga en su condición de parias de la literatura.

Escribir buenos ensayos, con calidad de página como escribiera Umbral, es un poco hacerle frente a ese estrépito de rumores transeúntes, malentendidos de barra y hablillas de café. En Valencia se ha dado un fenómeno poco frecuente: el ensayo como tributo de inspiración, cotilleo, erudición y cosa. Todo mezclado en un cóctel que intenta limpiar al género de cierta profesoral y hemorroidal pesadez, de quitarle esa broza de tanto acartonamiento libresco, de tanta erudición casposa y retomarlo desde la pasión para empacar (sin prejuicio) la vida leída y vivida en pocas páginas dándole un chance volátil a la fantasía literaria que la realidad escribe con soltura y desenfadado absurdo.

Maricadas al margen el ensayista se inventa la realidad a partir de sus lecturas, sus fobias, sus odios, sus amores y con todo esa bisutería existencial trata de convertir en metal precioso la hojalata de las palabras. José Carlos De Nóbrega es un buen ensayista y su libro Derivando a Valencia a la deriva viene a confirmar un rumor: el ensayo respira en Valencia aires distintos.

José Carlos De Nóbrega se ha curtido con el thriller del bar y de la calle, busca las mariposas amarillas que trae la realidad en el concierto chinesco de la noche, viene de muchas lecturas, de tutearse con la palabra escrita en la música y en los libros. Con un humor desclasado va pinchando la piel sensible de la Valencia, de san Desiderio, va desordenando con humor el boato de una ciudad goda y retraída, casi hasta el autismo, en el sonoro timbre de los apellidos.

Para De Nóbrega los grandes temas de la literatura y los temas subalternos de la vida (o viceversa) tienen su espacio en sus ensayos. Le imprime a cualquier tema frescura y como gran equilibrista cruza la soga del bostezo con un estilo que no cansa. Además le sobra ironía lapidaria para zanjar cuestiones tan peliagudas como el acontecer literario de la ciudad con sus villanos, héroes y rastreros de rigor. El libro Derivando a Valencia a la deriva se inicia con el texto: "Valencia o de la encrucijada del odio". Sin tomar en cuenta el título telenovelesco el ensayo salda algunas cuentas con la literatura en Valencia, la cual, parafraseando a Bolaño, se podría decir que es una ciudad en la cual hasta los escritores pésimos saben escribir. Aunque De Nóbrega suelta perlas como esta: "Debajo de la abúlica calma chicha y provinciana de Valencia del Rey, zaherida tercamente por políticos mezquinos, urbanistas perversos, mercachifles peseteros y ciudadanos indolentes, fluye intermitentemente, ora con mesura, ora incontinente, pero sin piroctenia ni estruendosos aplausos, la corriente que escribe a la ciudad día tras día".

Los ensayos del libro son variados y se pasean por distintos temas como la revista Poesía, el taller poético, alguna que otra reseña de libros y autores circunscritos en las alambradas de ese Macondo industrial que es Valencia. Hay un ensayo que da cuenta sobre el oficio de ensayista: "Carta de un ensayista a los alumnos del Segundo de Ciencias C". En dicha carta De Nóbrega hace una declaración de principios sobre el género, la política y la literatura sin prurito alguno. El ensayo, algo abstemio para mi gusto, apunta esencialmente a dejar inquietudes abiertas. Nada de consejos pavosos ni monserga clientelar y sí digresión desprejuiciada sobre esos temas de siempre.

"Esto lo estoy escribiendo mañana" se dice uno para celebrar la buena escritura de los amigos. Uno como escritor se va diseñando para mañana aunque a uno lo tengan por insufrible, egoísta, socarrón y degustador del vino. También como ensayista uno va diseñando su estilo con las fórmulas aprendidas e inventando algunos trucos nuevos. José Carlos De Nóbrega va confeccionando su forma particular de escribir ensayos dejando las filigranas barrocas para los puristas del género y los profesores de medio pelo que los escriben interesados en los escalafones de asenso curricular.

Un libro de ensayos tendría que ser algo así como un suburbio en la cual los sucesos sorprendentes se den la mano con la reseda de lo cotidiano, dejando notar las costuras de la lectura. El ensayo es una cuestión de modales más que de estilo y José Carlos De Nóbrega tiene estilo y malos modales, cuando escribe, o debería decir cuando escribe mañana, se entiende.

Elogio del libro difícil

"Es difícil que en el mundo haya mercancía más singular que los libros. Son impresos, vendidos, encuadernados, reseñados y a veces hasta escritos por gente que no los entiende".

 Lichtenberg.

Un amigo poeta (además gran lector) me comentó que no existían libros difíciles, sino lectores difíciles. No obstante, hay libros que uno como lector voraz no ha podido pasar de ese lindero de la primera página. Las razones nunca son claras, pero lo extraño es que en el estante de muchas bibliotecas (de conocidos y amigos) debería existir un tramo en exclusiva para "Libros difíciles de leer".

Lo raro y patético es que el libro difícil viene precedido por el barniz de clásico imprescindible y por una fama cimentada por eruditos; además es infaltable en la lista de libros que cualquiera debería llevar a una isla desierta, a veces forma parte del canon particular de un escritor famoso. Otra característica del libro difícil es que su autor es un paradigma de la literatura universal. No haber leído determinado libro difícil, si uno se pretende escritor, es pasar por un ignorante con ínfulas.

Si se busca un ejemplo de libro fácil, en contraposición del libro difícil, los  éxito de ventas (Best-Sellers) son la cantera principal. También tenemos las novelas rosa y en la que Corin Tellado es la madre superiora indiscutible. Entre los fáciles, escritos con buenos quilates de literatura, están los libros de Verne, los de Alejandro Dumas o Charles Dickens. Algunas novelas de Gabriel García Márquez, todo Paulo Coelho y un gran grueso de esa literatura de autoayuda que en verdad a quienes ayuda es a sus autores. Entre los difíciles se pueden mencionar el "Ulises" de Joyce, "Paradiso" de Lezama Lima, "El Quijote", "País Portátil" de Adriano Gonzáles León, "Larva" de Julián Ríos, "El hombre sin atributos" de Musil, "Abralapalabra" de Luis Brito García, "Pedro Páramo" de Rulfo, "La Divina Comedia" de Dante, "Rayuela" de Cortázar, ágape se paga de William Gaddis y hay muchos más según lectores existen.

En mi paseo habitual por la Internet encontré un conjunto de escritores y escritoras que hacen un recuento de ese libro que no han podido leer. Algunos se van por el margen y otros más honestos confiesan su impericia lectora con algún libro. Me agradó la respuesta de Miriam Marinoni: "Confieso no haber podido leer nunca completico el Ulises de James Joyce. El mentado libro, famosísimo por cierto, me ha hecho sentir acéfala, por no decir idiota, en más de una oportunidad. Terminé confinándolo en algún estante oscuro y alto de los anaqueles de mi biblioteca para ni siquiera verlo, pues su sola presencia me daba escalofríos esquizoides y debía repetirme varias veces: no eres estúpida, tranquila, tu coeficiente mental es de lo más normalito".

Paulo Coelho es de la teoría que la culpa es del autor que en su pretensión de agradar a los críticos y demostrarles que es capaz de escribir bien y en profundo termina equivocándose. A la sazón trae a colación algunos ejemplos y Coelho escribe: "Susanna Tamaro había obtenido un inmenso reconocimiento del público (y una avalancha de ataques de la crítica) con Adonde el corazón te lleve. Su siguiente libro, Anima mundi, muy esperado por sus lectores, sustituyó la poesía sencilla y maravillosa del título anterior por una complejidad que le hizo perder a sus lectores fieles, y que tampoco logró agradar a los críticos".

Por supuesto, el Ulises de James Joyce es el ejemplo ideal de Coelho para reafirmar su tesis y en su libro "Zahir" deja de lado su bisutería espiritual para hacer un comentario irónico y despectivo: "Es un absurdo que Ulises jamás sea reeditado, ya que todos los escritores lo citan como obra maestra; tal vez sea la estupidez de los editores, dejando pasar la oportunidad de ganar mucho dinero con un libro que todo el mundo leyó y a todo el mundo gustó".

En lo personal hay libros que me han resultado cautivantes como las novelas de Samuel Becket  "Molloy", "Malone muere" y "El Innombrable", no precisamente fáciles de roer. También fueron para mi un paseo estival "Gargantúa y Pantagruel" y ni hablar de "Paradiso". Lo que sucede es que no son novelas convencionales, emplean muchos recursos estilísticos para convertir la literatura en una inigualable fiesta del lenguaje y la imaginación. Por supuesto, existen libros que por inexplicables circunstancias se convierten en obstáculos insalvables. A pesar de ello, me parece absurdo recriminarle a determinado autor su trabajo complejo con las palabras. Willian Gaddis, un autor calificado de ilegible, lo que no impidió que se convirtiera en autor premiado y de culto, expresó en una entrevista que si el trabajo no le resultaba difícil sin duda hubiese muerto de aburrimiento.

Los libros complejos en su fondo y forma esconden entre sus páginas el trabajo implacable con las palabras. Cuenta Cortázar que escribir "Rayuela" le resultó una experiencia casi demencial, se adentraba tanto en la escritura que pasaba hasta 16 horas sentado a la máquina de escribir y su esposa era quien lo rescataba de aquel delirio creativo. Un buen libro es dejarse la vida a cada frase, a cada párrafo por respeto a los lectores y a la literatura.

Tenía un amigo que no comprendía mis textos, al parecer le resultaban rebuscados y un tanto enrevesados para él que no era un lector de larga distancia. Ante sus reproches me sentía culpable por no ser un Andrés Eloy Blanco del ensayo. El mejor argumento con respecto al libro difícil lo expresó el escritor António Lobo Antunes en una entrevista: "...leí Pedro Páramo cuando tenía 20 años y no entendí nada, a los 30 lo leí otra vez y tampoco entendí nada, después compré una edición crítica, y es que no entendía que todos estaban muertos y no tenía ningún sentido. No hay libros difíciles: hay lectores estúpidos, y yo fui un lector estúpido de Rulfo. Ahora lo entiendo y es una maravilla".

DOÑA BÁRBARA EN EL BURDEL

       El premio Internacional de novela Rómulo Gallegos desata cada año las pasiones más feroces y filosas. El galardonado de este año, el escritor español Isaac Rosa con su novela "El vano ayer", fue tildado de filochavista y otros epítetos menos literarios. Lo cierto es que Gallegos con su novela Doña Bárbara sigue colocando la literatura nacional en el escenario del mundo.

Doña Bárbara es al parecer el libro cabecera de nuestras mises y Gallegos es por antonomasia el autor de tanto pelmazo que tontea en la farándula. Además, es la novela obligada en los liceos. Su vigencia es innegable y todavía hoy nos perdemos por los oscuros pasadizos espirituales de una mujer que devoraba a los hombres.

Leer Doña Bárbara en el bachillerato fue en lo particular una experiencia compleja y traumática. Aunque había leído mucha novelita vaquera, y algunos libros de aventuras, enfrentarme al texto de Rómulo Gallegos resultó una tarea cuesta arriba, sin mencionar que en mi familia se cultivaba una animadversión hacia los adecos, aunque fueran inteligentes.

La profesora de castellano, mezcla de solterona leída con bruja perversa de cuento, quería no sólo que leyera la novela, sino que llevara a cabo un exhaustivo análisis de la obra y que, como experto cirujano de la crítica, diseccionara la novela en personajes principales, secundarios, trama, subtramas, ambiente e intenciones de su autor. Por supuesto coñomadricé a Gallegos.

Hoy, luego de haberla releído varias veces, y de haberle disculpado a Gallegos su militancia adeca, pienso que la novela persiste y trasciende en el tiempo debido a que su autor tuvo la capacidad de crear personajes inolvidables; de trazar arquetipos humanos de gran fuerza trágica. La novela tiene un aire shakesperiano incomparable.

Después de concluir el bachillerato tuve que echar pie por los caminos. Necesitaba trabajar y además quería empaparme de vida para llevar todas esas vivencias al papel. Los prostíbulos me brindaron la ocasión de conocer un ambiente sórdido en el que coincidían e interactuaban los personajes más pintorescos y dramáticos. Gallegos utilizó el llano para hacer literatura y yo iba a los burdeles para hacer otro tanto.

Un burdel es un vertedero en el cual la soledad trepa por el alma como una hidra. En ese sitio conocí a Doña Bárbara. Tenía un cuerpo de diosa clásica. Sus ojos eran dos abismos oscuros en los cuales se habían suicidado muchos soles. Busqué algunos billetes para que contara su historia y me sentí de la misma calaña de ese cliente que tiene el descaro de regatear en ese mercado de carne y deseos oscuros. Fuimos a su cuarto. La historia era típica, pero no por ello nada edificante. Su padrastro, que era un borracho pendenciero, la violó siendo apenas una niña. Luego unos tíos abusaron de ella en su etapa adolescente, hasta terminar en ese lugar viviendo sin vivir. Me contó que pisoteaba a los hombres a su manera, que los explotaba sin miramientos hasta convertirlos en muñecos sin voluntad. Por un buen rato siguió relatando trozos de su vida y logré entender que la soledad y la venganza eran sus verdaderas vocaciones, un poco como la Doña Bárbara literaria.

Con todo aquel material hubiese escrito una novela, pero yo no era Gallegos. Esa noche supe que la vida era muchas veces mala literatura. "Vuelve cuando quieras, cariño, mi vida es un espectáculo infinito". Le alcancé mi mejor sonrisa. Ella me dibujó un beso en la mejilla como despedida. Salí del cuarto y al instante otro hombre la abordaba con un deseo lujurioso iluminándole el rostro. Comprendí a Santos Luzardo. También me resistí a ser seducido por la devoradora de hombres, también me oponía a la barbarie bajo ese aspecto engañoso de alegría y sexo que se respira en un burdel.

Comprendí que la literatura no era la vida y con esto se decidía también algo de mi destino.