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domingo, 8 de julio de 2018

Un lector en la habitación de la literatura


Un lector en la habitación de la literatura
(a propósito del libro Mundos de tinta y papel, de Diego Rojas Ajmad)

Carlos Yusti


Si el primer lugar del fastidio y el asco lo ocupan los politicastro de oficio, durante sus alocuciones
oficiales (o en sus intervenciones públicas en los medios); el segundo lugar tiene que ser para los profesores en una aula de clase hablando sobre literatura. Diego Rojas Ajmad no puede ocultar algunos tics y características que lo delatan como profesor con aula (y precisamente de literatura). No obstante, cualquiera que escudriñe más allá de esa fachada académica podrá descubrir a un lector que busca lo “otro” en esa extravagancia que se denomina literatura. Un lector, si se quiere atípico, que se sumerge en la literatura de manera para nada profesoral (o se podría escribir por ningún motivo ortodoxa).

Esta condición discordante del lector Diego Rojas Ajmad (no todos los profesores son lectores polivalentes, es decir que lo mismo leen un libro de Baruch Spinoza que la guía de teléfonos, un recetario de cocina colonial que un tratado de mecánica cuántica o una novela Balzac o de Corín Tellado) lo sitúa  un poco a las afueras en la cual la literatura adquiere insinuaciones inquietantes que despiertan curiosidad y sorpresa. En tal sentido las clases del profesor Diego Rojas buscan deslastrarse del plomizo fardo del fastidio e intenta que la literatura sea menos previsible y si algo más imaginativa/creativa; quizá ambicionando estremecer la somnolencia de un puñado de jóvenes que no le encuentran algún sentido sensato y práctico a una serie de autores/escritoras que escriben novelas, cuentos o poemas.

Lo que conduce a esa pregunta que es ya un tópico entre académicos : ¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura? Como es lógico Diego Rojas, que aparte de profesor es escritor, responde al tópico escribiendo más literatura y un avance de esto podría ser su esplendido libro Mundos de tinta y papel, la cultura del libro en la Venezuela colonial. Libro que se me antoja como una pesquisa de ratón de biblioteca; especie de mapa para ubicar al libro y su impronta para perfilar las líneas maestras de un país que buscaba su afirmación como nación.

Mundos de tinta y papel retrata los contornos históricos, sociales y arquitectónicos que rodearon ese estuche que es el libro y que además, de contener literatura, se erige como una pieza clave de ese engranaje que se denomina cultura y por ello Diego Rojas escribe: “En los siglos XVIII y XIX, durante la conformación del Estado venezolano, la presencia del libro como objeto cultural coadyuvó a la construcción de un capital simbólico que permitió a la comunidad lectora la comprensión de lo social. Así, el libro vino a instaurar, como corolario de la “ciudad escrituraria y letrada” de la colonia hispanoamericana, espacios, interdictos y transgresiones que materializados en las nociones de saber, poder y utopía, posibilitó a los sujetos para una interpretación y configuración de su relación con sus semejantes y de éstos con su mundo”.

Dividido en tres capítulos y las conclusiones de rigor el libro Mundos de tinta y papel, va detallando el rol protagónico del libro, como trasmisor de ideas y pensamientos, en un momento histórico crucial para el país. El libro como agente de sedición. Su autor acota el celo que la Corona española manifestó para entorpecer el libre tránsito de escritos y libros que de alguna manera alteraran el orden y el letargo de los habitantes bajo su amparo y protección. Diego Rojas cita un fragmento de la conocida Real Cédula de Carlos V, redactada el 29 de septiembre de 1543, en la cual se dictaminaba “Que no consientan en las Indias libros profanos y fabulosos; porque de llevarse a las Indias libros de romances que traten de materias profanas y fabulosas e historias fingidas se siguen muchos inconvenientes, …” También puntualiza aspectos sobre el comercio de libros y los bienes culturales adquiridos por parte de las clases sociales adineradas.

Otro rasgo a destacar del libro es el que tiene que ver con la casa colonial y el cual su autor utiliza como un artefacto que proporciona indicios sobre la situación cultural y social. Los nobles del momento no sólo se preocupaban de obtener riquezas. También estaban interesados en aparentar su alta escala de estatus civilizatorio y por esa razón se preocuparon por adquirir pinturas y libros. Para exhibir sus adquisiciones construyeron sus casas como vitrinas donde amigos y curiosos podían constatar no sólo la riqueza, sino el delicado poder de civilización y cultura. Diego Rojas informa que “Alfredo Boulton, quien llegó a contabilizar 8.701 imágenes en posesión de particulares a mediados del siglo XVIII, en una capa social de élite que no llegaba a las 3.000 personas”. No es casual como lo acota el autor que: “El diseño de la casa urbana colonial venezolana se prestaba a la exhibición de las imágenes con la anulación de la privacidad y la disposición de amplias paredes medianeras”.

La casa colonial, aparte de ser un gran aparador, le daba importancia a una estancia espaciosa en la que estaban los libros o como lo escribe Diego Rojas: “Nos interesa destacar dos aspectos del sistema distributivo de la morada colonial venezolana. El primero es la ya mencionada anulación de la privacidad. Ese patio central rodeado de corredores, que daban existencia a los dormitorios, estaban comunicados entre sí por boquetes sin hojas de puertas ni cortinas. Así, la alcoba principal era posible atisbarla desde la sala,(…) Entonces la casa colonial venezolana funcionaba, si se nos permite decir, como una especie de “sala expositiva” destinada a la exhibición de los signos de prestigios(…)Otro de los signos reflejados en la “semiótica espacial” de la casa colonial venezolana es el aspecto de la ubicación de la biblioteca personal. Ésta, ámbito de estudio, reflexión y escritura, se hallaba en el lado derecho de la morada…”

El libro, para los adinerados del momento, adquirió otras connotaciones más externas y de apariencia. Lo escrito, contenido en los libros de la suntuosa biblioteca, se convirtió en sinónimo de poder o como lo acota su autor: “Lo oral versus lo escrito llevó así a configurar un paradigma cultural que hacía ver en lo escrito la verdad y en lo oral el carnaval de lo pasajero. En definitiva, la oposición voz/escritura, más allá de una inocente categorización, encubre una dictadura del canon, que, levantada de manera programática, se asume como modelo privilegiado que da estructura a todas las manifestaciones políticas, sociales, religiosas y culturales”.

Esto de tener el libro para aparentar cultura, sabiduría y cosa trajo consigo una moda que consistía en hacerse un retrato, especie de selfie de la época, al lado, o delante, de muros empapelados de libros o como lo escribe Diego Rojas: “No es de extrañarnos entonces de las pinturas ya vistas de los siglos XVIII y XIX, en las cuales se representan a acaudalados personajes en un fondo de pared tapizada de libros. De esa manera, el libro era señal de autoridad, pero de la autoridad emanada del saber; es decir de un poder ‘ilustrado’. Entonces el libro era pensado como un objeto del saber, que hacía del poseedor dueño de un conocimiento vedado a las mayorías”.

Para quienes aman los libros como objetos inusitados este libro Mundos de tinta y papel, de Diego Rojas Ajmad será un inigualable deleite debido a su atinada investigación de fondo, a su frescura al tratar un tema algo a contracorriente con estos tiempos del Libro electrónico, el Blog y la Internet. Lo escrito sobre este libro por el poeta Roger Vilaín es pertinente: “Se trata de poner enfrente al libro como objeto cultural, más allá de la visión reduccionista que lo acerca al fajo de cuartillas, al producto que salió de una empresa editorial y nada más. Como si una historia borgeana nos cubriera de pronto, el trabajo de Rojas escudriña los laberintos que otorgan vida propia al hecho libresco…”

En el libro Diego Rojas escribe algo de Wittgenstein que enseguida me llevó a pensar en
Terry Eagleton  y en dos de sus libros El acontecimiento de la literatura y  Cómo leer literatura “…lo literario es una versión de la investigación gramatical que Wittgenstein consideraba la única tarea propia de la filosofía. Al ofrecernos imágenes del entrelazamiento inseparable del lenguaje y el mundo, revela algo que ya está imperceptiblemente ante nuestros ojos. Al desnudar el proceso mediante el cual unas relaciones conceptuales consolidadas determinan nuestras formas de ver, las obras de arte literario cumplen la función de arrancarnos de ellas, liberándonos a otras formas de percibir. La literatura, como cualquier otro lenguaje, asimila el mundo en su seno; pero lo hace de un peculiar modo deliberado, permitiéndonos comprender la naturaleza de nuestras formas de vida y juegos de lenguaje de manera más vigilante de lo habitual”.

Los lectores como Diego Rojas, y como algunos otros que conozco, que se interesan por la literatura desde sus costados menos subrayados y que de alguna forma tratan de encontrarle a esa periferia, que gravita en torno a los libros, (ya sea un libro raro determinado, un autor que sobresale por sus peculiaridades, una frase puntual, un hecho extraño vinculados con libros o escritores, etc.) esos atisbos de asombro, casi mágicos, y que en sí conforman la verdadera sal de la literatura. Todo esto me lleva a ese personaje del libro de David Markson, La soledad del lector (cuyo título original es Reader's block) que mientras se va amoldando a la habitación donde vive va escribiendo frases, anotando citas de otros autores, apuntando un hecho curioso en torno a un pintor, un escritor, un músico o un artista. Es un lector cuya soledad esta amueblada de literatura y en la que se pueden encontrar cuestiones como esta:

Wittgenstein fue distinguido por su valor tres veces durante la Primera Guerra Mundial.
Peleaba contra los Aliados.
La canción de la cabra.
¿Con cuánta frecuencia las mujeres usarían esa parte superior de la casa en invierno? ¿Cómo se las arregla el Protagonista con la calefacción?
Fue con Nelson Algren, no con Sartre, con quien Simone de Beauvoir tuvo su primer orgasmo.
Los interminables recitados de los moribundos en La Ilíada, incluso mientras los están literalmente destripando.
Georg Trakl murió de una sobredosis de cocaína, supuestamente deliberada. La hermana de Trakl, Margarete, también se suicidó. Parece ser evidencia de incesto.
Modigliani murió de tuberculosis en un pabellón para indigentes.
Whistler estaba convencido de que Bret Harte era mejor escritor que Dickens o Thackeray.

La novela de David Markson, que forma parte de una tetralogía, es así página tras página. Una novela que no se puede explicar, como sucede quizá con todo ese cuerpo lingüístico que se denomina literatura. Los lectores/escritores damos vuelta por la habitación y vamos acumulando en soledad frases, fragmentos de libros, hechos literarios y con eso vamos escribiendo lo inexplicable.

Diego Rojas Ajmad como lector/profesor puede que a la larga resulte anacrónico ya que su respeto por escrituras ajenas le permite asumir/enseñar la literatura realizando un diálogo abierto con la escritura en cualquier ámbito donde se desarrolle. No desdeñar lo escrito por más humilde, o contrahecho, que pueda parecer es un signo de audacia ante la cual hay que quitarse el sombrero. La literatura es lenguaje, pero al mismo tiempo es muchas cosas. Pensar la literatura es una de ella y Diego Rojas Ajmad la piensa con cierto toque desbordado. Se puede terminar este texto al estilo de Markson, con un dato que me proporcionó el propio Diego: Por la Internet se puede bajar ( en pdf )un libro de Ramón Isidro Montes, Ensayos poéticos y literarios. Digitalizado del archivo de la Fundación de La Universidad de Carolina del Norte y Chapel Hil.




Diego Rojas Ajmad
Licenciado en Letras por la Universidad de Los Andes (Mérida-Venezuela). Magister Scientiae en Literatura Iberoamericana por la ULA. Se ha desempeñado como asistente de investigación en estudios referentes a la literatura e historia venezolanas. Fue preparador en el área de Literatura Hispanoamericana del Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres-ULA. Miembro del Centro de Investigaciones y Estudios en Literatura y Arte (CIELA) de la Universidad Nacional Experimental de Guayana (UNEG), Puerto Ordaz-Venezuela. En el ámbito editorial fue miembro del equipo que redactó el proyecto del Fondo Editorial UNEG, y es Co Responsable del Proyecto de Investigación Unidad Incubadora de Publicaciones UNEG realizado en convenio de Fundacite Guayana y la UNEG, es miembro del Consejo Editorial de Kaleidoscopio Revista Arbitrada de Educación, Humanidades y Artes y miembro del Consejo Editorial de la Revista de Divulgación Científica Copérnico y del Comité Editorial de la Coordinación General de Investigación y Postgrado. Además ha pertenecido a diversos comités editoriales de revistas académicas de prestigio nacional como Educere, Legenda y otras. Ha sido galardonado con varios premios nacionales e internacionales, entre los que se cuentan la Bienal de Ensayo Enrique Bernardo Núñez, Cuentos sobre rieles, entre otros. Cuenta entre sus publicaciones varios artículos en revistas académicas nacionales e internacionales y varios libros sobre la temática histórica y literaria. Su blog: http://saparapanda.blogspot.com/

Pasión por Pitol


Pasión por Pitol 

Carlos YUSTI


“Otra regla, la definitiva: jamás confundir redacción con escritura.
La redacción no tiende a intensificar la vida; la escritura tiene como finalidad esa tarea”.
Sergio Pitol


Tengo varias ediciones de “Pasión por la trama” de Sergio Pitol que condensa algunos ensayos
caricatura de Pitol/ Carlos Yusti
referidos a libros y escritores con esa coherencia aleatoria, que atiende más a su gusto de lector que a un enfoque planificado y profesoral. Esto es uno de los atractivos del libro. Otro es la limpieza/agudeza de su estilo el cual escudriña a los libros o a determinados autores por esa florida periferia entre el cuento y la investigación amorosa.

En su libro “El Mago de Viena” Pitol escribe: “Un libro leído en distintas épocas se transforma en varios libros. Ninguna lectura se asemeja a las anteriores. Al descubrir, como en el caso de Papini u otros más, que esa escritura nada tenía que ver con nuestras preocupaciones o nuestros sueños, que nos resulta átona y hueca, deducimos que debió haberse impuesto sólo por circunstancias morales, religiosas, políticas de la época, y bastó que cambiaran las condiciones sociales para descubrir que estaba desprovista de forma, destinada irremediablemente a perderse en el vacío”. Algo similar me sucedió con “El lobo estepario” de Hesse, el cual leí en mi juventud y me resultó un libro cautivante, inesperado y peligroso. Con los años, leído en etapas sucesivas me ha resultado postizo una especie de pastiche nietzscheano pesimamente regurgitado. Pitol en los ensayos de “Pasión por la trama” deja entrever las relecturas de sus libros y autores predilectos y no por azar ha escrito: “Releer a un gran autor nos enseña todo lo que hemos perdido la vez que lo descubrimos. ¿Quién no se ha sentido traspasado al leer en la adolescencia El proceso, Los hermanos Kalamazoo, El Alepo, Residencia en la tierra, Las ilusiones perdidas, Grandes esperanzas, Al faro, La Celestina o El Quijote? Un mundo nuevo se abría ante nosotros. Cerrábamos el libro aturdidos, internamente transformados, odiando la cotidianidad de nuestras vidas. Éramos otros, querríamos ser Aloca y temíamos acabar como el pobre Gregorio Sansa. Y sin embargo, años después, al revisitar alguna de esas obras nos parecía no haberlo leído, nos encontrábamos con otros enigmas, otra cadencia, otros prodigios. Era otro libro”.

Otros libros que me interesan (y que recopilan algunos escritos ensayísticos de Pitol) son “El mago de Viena” y “Soñar la realidad”, la cual es una antología personal preparada por el propio escritor. En cada libro hay temas e incluso textos que son los mismos sin variaciones y a pesar de eso son libros que tienen alguna semejanza, pero son a la larga diferentes por la manera en la cual se organizan los temas. En todos se encuentra latente el eje fundamental: la relectura.

Pitol vuelve a esos libros que estremecieron, en su etapa juvenil, el esqueleto de su alma. Hay en estas relecturas como dos propósitos nítidamente detectables. El primero es un nuevo acercamiento a esos libros y autores que perfilaron de alguna manera su gusto lector, que lo sacaron de su mundanal (o bostezante) cotidianidad y lo acercaron a ese mundo duradero de la imaginación y las palabras, de la escritura como ficción y como arte. El segundo propósito, más personal e intimo y ya metido en la piel del escritor de ficciones,  es la de escudriñar (detrás de bastidores) sobre los mecanismos del trabajo con las palabras, de familiarizarse, y familiarizar al lector, con los secretos/trucos de algunos estilos literarios, de aprehender esa magia para electrizar al lector que tiene la escritura.  Por ese motivo asume la relectura como una forma nueva para descubrir libros y autores con una visión más de bisturí y menos de apaionamiento hormonal.

Leyendo los “ensayos” de “Pasión por la trama” uno como lector descubre que no es la escritura la que cambia o que el estilo de algunos autores se enmohece, no, lo que parece transmutarse son las circunstancias en que los lectores efectúan la lectura. Hay escrituras que envejecen mal y son golpeadas por los cambios que sufre el mundo a cada tanto. De igual modo hay lectores que se inician con el pie equivocado en la lectura. Todo esto tiene que incidir en cualquier libro. Cada época crea sus lectores respectivos y estos van decapitando, a su paso, a los paladines literarios del momento y coronando a veces a esos desapercibidos outsiders de la literatura y por esa razón Pitol escribe: “En ciertas circunstancias la decapitación de una gloria literaria se ve refrendada por los lectores que la veneraban pocos años atrás, no sólo en su país y en su idioma, sino en el mundo entero, lo que no deja de ser otra rareza. En mi adolescencia Aludos Hule era una eminencia internacional, Contrapunto y, sobre todo, el profético Un mundo feliz se leían con pasión. El mero nombre de Hule llegó a significar la exigencia estética más rigurosa. Era también un paladín de la libertad, aunque su prédica poseía tal soberbia que lo hacía parecer un personaje de la Contrarreforma que impusiera la democracia. Llegó hasta hacernos dudar de las virtudes literarias de Charles Dickens, a quien trataba con desprecio inaudito, al grado de considerar La tienda de antigüedades como la más plañidera y deplorable novela rosa del mundo; combatió la poesía de Edgar Allan Poe, a quien consideraba un versificador de medio pelo, vulgar y efectista. Hoy día el nombre de Hule se ha eclipsado, pertenece más bien a la historia literaria, pero en la literatura viva su lugar es modesto. Dickens y Poe, en cambio, continúan su fascinante marcha hacia las estrellas”.

Con respecto al ensayo tan característico en Pitol se puede coincidir con Maricruz Castro Ricardo, quien escribe que su estilo va a contracorriente con ese estilo especializado y soporífero del crítico literario: “No concede en cuanto al rigor de su propia escritura, pero la mezcla de la anécdota culta con la información sobre los libros y sus autores, el relato de las tramas, la configuración de los personajes sobre los que se habla como seres que reflejan una realidad y un mundo concretos perfilan a un lector interesado, aunque no necesariamente docto en temas de la literatura universal”. Esta frescura que mezcla relato, información, fábula, intriga es quizás lo mejor que tienen sus ensayos y a la par de todo esto va intentando comprender entrelíneas los pormenores de la creación literaria sin prejuicio profesoral y atendiendo más al gusto, siempre caprichoso, serpenteante e interesado.

Pitol no es el ensayista literario tradicional, aunque el haga lo posible por parecerlo, ya que se interesa por la trama traspapelada con esa trama desquiciante de la historia, tanto la menuda de todos los días como esa que registran los historiadores.

En el texto ¿Un Ars. Poética?, dedicado al narrador venezolano Enodio Quintero, aspira dilucidar sobre su arte como novelista,  hay un apartado que puede aplicarse a su escritura ensayística: “Cada autor, a fin de cuentas, ha de crear su propia poética, a menos que se conforme con ser el súcubo o el acólito de un maestro. Cada uno constituirá, o tal vez sea mejor decir encontrará, la forma que su escritura requiere, ya que sin la existencia de una forma no hay narrativa posible. Y a esa forma, el hipotético creador habrá de llegar guiado por su propio instinto”.

Sergio Pitol nunca confundió creación literaria con redacción y con su escritura buscó ese genio, feroz y burlón, que se oculta detrás de las palabras. Trató de darle una modulación distinta al lenguaje para imprimirle magia a la letra, a la oración, a la frase, al párrafo; de acomodar las palabras de tal manera que fuesen un viento de estremecimiento para el lector, de ese mismo estremecimiento que él sintió cuando leía a los grandes de la literatura amparado por la soledad y la juventud, abrigado por esa sed de belleza e imaginación que sólo las palabras, organizadas con precisión de jornalero y albañil, pueden ofrecer. Enrique Vilas-Mata no se equivocó cuando le llamó el maestro perfecto.