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jueves, 24 de noviembre de 2011

De catiras y encargos
Cuenta el escritor Julio Llamazares que en una entrevista Camilo José Cela (todavía sin galardón nobelístico) le confesó, ante la pregunta sobre su aspiración como escritor por el Premio Nobel, que en verdad le gustaría más que el Nobel o que el premio Cervantes, que lo nombraran arzobispo de Manila para poder ir por la calle rodeado de un coro de monaguillos capones cantando en tagalo las alabanzas de Nuestro Señor. “Por supuesto—se apresuró en aclarar mi entrevistado— los monaguillos los caparía yo personalmente en el depósito de sementales en el que serví a la Patria”. Llamazares escribe que luego Don Camilo se extendió describiendo el sonido fofo que los testículos producían, después de cortados, al estrellarlos los soldados contra el techo. Esta bizarra y mínima historia proporciona algunos elementos sobre las características de un escritor desmesurado, iconoclasta y que en sus propias palabras aceptó un cargo burocrático durante el franquismo (nada más y nada menos como censor) para comer. Hoy Cela, muerto y certificado como clásico, es un mito con Cervantes y Nobel incorporado. Gustavo Guerrero con su ensayo “Historia de un encargo: La Catira de Camilo José Cela” lo trae de vuelta o más bien trae a Cela y una peculiar encomienda de la Dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Ratón de biblioteca como soy conocía alguna versión sobre el encargo e incluso había leído la indigesta novela en venezolano de Cela, pero desconocía todo el intríngulis de este encargo literario especial realizado por los incondicionales del dictador tratando de darle cierto barniz de legitimidad a un régimen sostenido con los palillos de dientes de la fuerza, la arbitrariedad y esa falsa idea del progreso como estigma de avance civilizatorio. El libro de Gustavo Guerrero arma todas las piezas de este encargo con toques de realismo mágico y ofrece una perspectiva, con una buena investigación de fondo, justa y equilibrada de un hecho curioso. El plan inicial, como lo escribe Guerrero, estaba conformado por un conjunto de novelas cuyos títulos ya el tarifado autor español había vislumbrado, títulos pintorescos que buscaban lamer las botas del dictador y su sentido nacionalista: La flor del frailejón, novelas de los Andes, Oro cochano, la novela de Guayana, Las inquietudes de un negrito mundano, novela del Caribe, y una sobre el petróleo sin título. Gustavo Guerrero escribe: «Sabemos que, al final, este, ambicioso plan, que debía proyectar la imagen de Venezuela por toda Europa, no se realizará, ya que la polémica que suscitará la aparición de La catira en Venezuela, en 1955, pondrá término a la colaboración Cela con el gobierno del coronel Marcos Pérez Jiménez. Pero lo importante es que la idea del ciclo haya podido concebirse y expresarse en aquel momento y de aquella exacta forma, pues no hay que ser demasiado perspicaz para vislumbrar que el proyecto celiano es casi una réplica de la geografía narrativa de Rómulo Gallegos...» En la mente de los intelectuales, que eran incondicionales con el dictador o meros empleados del aparataje policial, Gallegos representaba todo aquello que era menester borrar ya que no se ajustaba a los nuevos horizontes que el dictador había trazado para el país. Cuando se editó la novela de Cela la crítica enseguida la despedazó desde todo punto de vista. Guerrero realiza una pesquisa de hemeroteca para presentar un panorama sucinto del revuelo polémico que provocó La catira. Por supuesto que la novela con un tema llanero, al igual que Doña Bárbara, convierte a los personajes en simple muñecos sin dimensión y donde Cela funge como ventrílocuo y los hace hablar en un lenguaje venezolano que provoca risa y vaya un fragmento para comprobarlo: «A Quí le vengo, patrón, pues, a traele nuevas de la catira Pipía Sánchez, güeno, que es damita muy jodía, patrón. y usté bien lo sabe ... Don Filiberto Marqués ni aún miró para Clorindo López, la verdad por delante, tampoco tenía mucho que mirar. Tuerto y con dos dedos de menos, su pinta recordaba la del araguato. Hace ya muchos años de niños, don Filiberto Marqués le atapuzó una pedrada a Clorindo López y le saltó un ojo. En el juraco, Clorindo López llevaba una vendita negra, tiñosa y confitera, banquete y hartazón de jejenes. Los dedos se los había comido, aún mozo, una buba maligna. -Miá, bicharango e el diablo, vagabundo, habla, pues, y no te arrimes, que jiedes a temiga e loco. -Güeno, patrón, no me se ponga birriondo, pues, que la catira Pipía Sánchez me manda ecile que lo aguardia en la punta e el boquerón. Güeno, y que yo le vengo a ecile, patrón, que la niña ya anduvo jugándole cucambeo a su papá. sí, señó, güeno y que ya botó a la bestia toiticos sus corotos, patrón, eso es, güeno. sin dejá ni uno. Don Filiberto Marqués se paró con parsimonia. Don Filiberto Marqués tenía él pelo colorao. igual que un torito orúo. -Miá. mocho Clerindo. vale, píe a los santos que to vaya a salí con bien. Un marrón te he e da pa tóa la gente, vale. Yo no me muevo e el hato.» La conclusión de Guerrero es pertinente: «El affaire de La catira es como un símbolo o una metáfora de esta parte de nuestra memoria cuyo desciframiento exige una mirada conjunta desde las dos orillas, ya que, de lo contrario, ni se entiende del todo ni nos deja entendernos a nosotros mismos, pues sigue formando parte de la historia que somos. Por ello, si algo habría que retener del fiasco de Cela, sin olvidar las responsabilidades del escritor gallego, es justamente lo que, en última instancia, el análisis pone al descubierto: la falacia comunitaria de la Hispanidad franquista». Nuestro país nunca ha escapado a la locura metódica que se irradia desde el poder político. Locura despampanante que obsequia barcos refrigerados a países que no tienen mar, que convierte a barraganas en principescas primeras damas, a secretarias privadas en el poder omnívoro tras bastidores y así un enorme ramillete de etcéteras delirantes. El otro filón de este aspecto es Cela escritor que a pesar de su trayectoria tan accidentada y nada pulcra obtuvo todos los premios y los reconocimientos. Cuando a Cela otros escritores le califican de censor franquista y pesetero de dictadores el esgrimía la ética y la dignidad como escudos. Conceptos extraños en un escritor que aceptó el encargo de un ditactatorzuelo para escribir una novela y borrar a otro escritor para quien la ética y la dignidad no eran meras palabras ni simples muletillas para campear el temporal, sino actitudes de vida para hacer frente a la humillación del individuo que se lleva a cabo desde el poder político, cuestión que Cela también supo, pero donde la ambición canalla fue más fuerte y seductora.