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miércoles, 16 de enero de 2013

Raymond Roussel, escribir sin imaginación


Raymond Roussel, escribir sin imaginación

Carlos Yusti

    La obra de Raymond Roussel posee cierto toque de vigilia delirante, en tanto que su vida tiene modulaciones estrambóticas, vaivenes que coquetean con la locura.
Su patético fracaso como escritor despierta interés quizá por esa obstinación de querer ser un autor de éxito. Después  de publicado su primer libro salió a la calle y estaba sorprendido (y algo frustrado) debido a que la gente no lo abordaba para felicitarle. Se sintió un genio incomprendido y aquella frase de Jonathan Swift le ajustaba a la perfección: “Cada vez que aparece un genio, todos los necios se conjuran contra él”. En el caso de Roussel los necios lo ignoraban por completo. Una crisis nerviosa por poco lo condujo a esa isla de la locura absoluta. En su época un exiguo número de escritores e intelectuales vieron en él a un creador literario nada común, para el grueso del público fue sólo un ricachón con ínfulas de ser autor.
   Siguió editándose sus libros y como no quería  aceptar las pruebas de no ser un genio literato  adaptó sus novelas al teatro en otro esfuerzo por acercar su trabajo a un público más amplio y por supuesto ser reconocido. No obstante toda esa empresa publicitaria sólo fue otra bufonada sin sentido. Su trabajo literario en el ámbito teatral no corrió tampoco con suerte y en vez de cosechar el aplauso que todo genio merece desató la controversia. El público pensaba que el autor se burlaba de ellos. Los seguidores del escritor por su lado se enfrentaban con ferocidad a ese público que nada entendía. Roussel a todas luces más que un autor genial se fue convirtiendo poco a poco en un caso.
Los dadaístas y surrealistas vieron en Roussel a un precursor de sus postulados estéticos. Incluso André Bretón quiso que el escritor colaborara con textos para su revista, pero Roussel estaba ensimismado y confundido. Bretón escribe: “Le pedimos varias veces su colaboración, pero, por desgracia, no obtuvimos respuesta alguna”.
   En su breve fascículo, con tintes autobiográficos, “Como escribí algunos libros míos”, redactado dos años antes de su fatal deceso en un lujoso hotel en Sicilia, busca describir las claves y métodos de su proceso creativo. Intenta explicar los artilugios empleados para escribir sus novelas y cuentos. En escasas treinta páginas explica que su técnica de escritura estaba basado en la combinación de palabras similares, pero con significados distintos. La combinación de dichas palabras le permitía obtener dos frases idénticas. Luego con dichas frases se disponía a redactar un cuento que se iniciara con una de las frases y terminara con la otra. Vilas Mata Escribió: “Me pareció asombroso ayer volver a observar cómo en Roussel las combinaciones fonéticas funcionan perfectamente como una sintaxis incesante y un modo arbitrario y a la vez riguroso de darle forma a los textos, de darle sentido a todas esas historias que no salen de la vida, sino de la cibernética particular que inventó en su laboratorio de las persianas bajadas”.
   Sus libros tienen mucho de máquina lingüística, mucho de relojería léxical. Acaso si hubiese asumido la literatura con menos rigor no habría sufrido tanto. Escribió sólo por su desquiciada avidez de éxito y su conclusión al final coloca todo en perspectiva: “Sólo he conocido en mi vida la auténtica sensación de éxito cuando cantaba acompañándome al piano y sobre todo cuando hacía imitaciones de actores o personas conocidas. Al menos en estas ocasiones mi éxito era enorme y unánime”. La frase encierra cierta clave y una desolada resignación.
   Los libros de Roussel pavimentaron el terreno de las posibilidades de la literatura más allá del escribir bien o mal, más allá del éxito o el fracaso. De la literatura como experiencia lingüística irrepetible. Del escritor realizando malabares con las palabras y despertando en otros creadores la imaginación un tanto dormida. Roussel hizo lo que pudo a la hora de escribir y sus libros como Locus Solus e impresiones de África, son hoy por hoy un desván de objetos, banales o extravagantes, que bien valen un tanteo exploratorio.

domingo, 13 de enero de 2013

El Boom de memoria




Carlos Yusti

   Uno como lector/escritor es producto más de los libros que recuerda que de los escritos. También el auténtico lector no es otra cosa que un reincidente y obstinado relector. Por eso a veces en esas relecturas los libros que guarda la memoria sufren reveses sustanciales. No obstante no creo que la culpa sea de un autor o un libro determinado. El libro que leímos en la niñez (o la adolescencia)  sigue intacto y en realidad el que ha cambiado es uno como lector y ser humano; uno ha perdido ese brillo de asombro en la mirada, ha extraviado ese espíritu de intrepidez que se traspapela con los personajes, en fin ha ido envejecido y el tiempo, que es como un viento imperceptible que todo lo desgasta, ha desdibujado esa dosis necesaria de inocencia para dejarse ganar por la ficción más disparatada, para dejarse llevar de la mano por una historia donde la imaginación hace todo posible, palpable y verificable.
   Cincuenta años del Boom literario. Se dice como si nada y entonces uno hojea en la memoria, o en ese cuaderno ajado del alma, y comprueba que los fragmentos y esquirlas de esa explosión lingüística e imaginativa de alguna manera nos ha causado heridas profundas y duraderas. Ya André Breton lo postuló con certera puntería: “Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas.”
   La palabra Boom no significa nada, pero en las comiquitas dibujaba es el sonido de una explosión y eso ocurrió con mucha metáfora en la literatura latinoamericana.  La explosión se inició en los años 60, no obstante su onda expansiva me alcanzó cuando estudiaba bachillerato. La primera novela que leí a duras penas fue “Rayuela” de Julio Cortázar. No tenía la cultura suficiente para encarar un libro profundo, fastuoso y jodidamente bien escrito, sin mencionar su experimentalismo y su juego de espejos de dos libros en uno.
   Antes de Cortázar ya había leído algunos libros de cuentos de Gabriel García Márquez, “Ojos de perros azul” y “Los funerales de mamá grande”. Lo intenté de nuevo con Cortázar y su libro de cuentos “Todos los fuegos, el fuego” el cual me devolvió hacia una dimensión inédita de lo ficticio, con grandes manchas de la cotidianidad más rupestre. De Carlos Fuentes “La Muerte de Artemio Cruz” me ofreció una visión cruda y llena de magia del México y de lo que es el poder en sus sutiles variantes. Los cuentos de Mario Vargas Llosa de su libro “Los jefes” ya prefiguraban una narrativa de una riqueza crítica especial. Con su novela “La casa Verde” vino el deslumbramiento y sigue siendo una de mis novelas favoritas.
   La novela clave de García Márquez, “Cien años de soledad” fue uno de los libros que leí con regazo. Los motivos de este despiste lo desconozco. Dicha novela tenía algo que otras novelas del Boom no poseían. Era un libro encantado, estaba escrito con la mejor madera narrativa mostrada por los cronistas de indias. Convertía lo ficticio e imaginativo como algo normal y tenía un impacto de credibilidad en profundo. De alguna manera la novela desquicio la realidad, la convirtió en un juguete maleable presta para adoptar las formas más inverosímiles.
   Unos autores impecables en su escritura quedaron fuera de esa gran explosión, pero sin ellos no se habría confirmado que los autores del Boom no eran sólo una moda pasajera. Escritores como Juan Carlos Onetti, “Juntacadáveres”, José Donoso “Casa de campo”, Juan Rulfo “El llano en llamas”, Guillermo Cabrera Infante, “Tres tristes tigres”, Alejo Carpentier, “El reino de este mundo”, Ernesto Sábato, “Sobre héroes y tumbas” certificaron una nueva forma de narrar, devolvieron a la novela a su sentido clásico: narrar una historia con todos los ingredientes de la imaginación y la realidad para traspapelar el mundo como una invención reciente que vale pena leer y redescubrir otra vez. Y en eso llega Jorge Luis Borges, con su paquidérmica erudición, con su ceguera de iluminación libresca a situar el lenguaje en ese punto de la limpidez y la economía de relojería exacta. Odiado y amado, que escribía del tiempo, de las literaturas celtas o de los laberintos con una exquisitez erudita y al mismo tiempo recibía una condecoración de Pinochet. A pesar de todo lo leí con fervor y también hizo su respectivo trabajo de zapa en mi alma de lector inquieto.
   La novelas y cuentos escritos durante el Boom lo que hicieron fue adentrase a explorar en las selvas del lenguaje y de nuestra realidad así como lo hicieron los primeros cronistas de indias. No sólo reinventaron y nombraron un nuevo continente a través de sus crónicas (con los aparejos, instrumentos y bártulos imaginativos heredados de la Edad Media) enriqueciendo de manera superlativa un continente que ya era presa de las creaciones imaginativas de un caudal incomparable, que ya era una tierra en la cual lo ficticio se deslizaba en la cotidianidad como un milagro, como un hecho inexplicable o como una iluminación que desbordaba todos los parámetros de la lógica muchas veces opaca y sin brillo.
   Los relatos de Antonio Pigafetta, cronista preferido de García Márquez, por nombrar uno, puede servirnos de ejemplo: «... donde se posan ciertas aves llamadas garuda, tan grandes y tan fuertes que levantan un búfalo y aun un elefante, y le llevan volando al sitio en que está el árbol.» Con respecto a los pigmeos de la isla de Arucheto, Pigafetta anota:  «No pasan de un codo de alto y que tienen las orejas tan largas como todo el cuerpo, de manera que cuando se acuestan una les sirve de colchón y la otra de frazada.». Otro explorador, Sir Walter Raleigh que se estuvo por las riberas del río Caroní escribe: “Son llamados Ewaipanomas, se informa que tienen los ojos  en los hombros, y la boca en mitad del pecho, y que una gran cola de pelo les crece hacia atrás entre los hombros”. Sobre las Amazonas Raleigh escribe: “Las que viven no lejos de Guayana se hacen acompañar por hombres una vez al año (…)Se me dijo más adelante que si en las guerras tomaban algún prisionero, usaban dejarse acompañar por él por cierto tiempo, al fin, por seguridad, le daban muerte…”
   Que aportó todo ese puñado de escritores del Boom. La respuesta es sencilla: un trozo de buena y exquisita literatura que funde ficción y realidad en un gran fresco que rastrea nuestras raíces más honda y nuestros sueños más inverosímiles y que alguna manera se entreteje con los escritos que los primeros cronistas de indias esbozaron sobre un continente que fueron creando a través de una escritura pujante y viva como la selva en la que fueron adentrándose.
   La gran contribución de los novelistas del Boom fue darle nuevas posibilidades a la novela y de abordar lo ficticio y el realismo desde una óptica renovada donde el juego, la experimentación y el humor se convirtieron en ingredientes indispensables para narrar desde esa orilla del sueño y la vigilia sin perderle el ritmo a nuestra historia y a nuestro devenir. Otro punto a favor fue el lenguaje utilizado desde todos sus ángulos, ofreciendo giros novedosos y convirtiendo al idioma español en una llave nueva para abrir de par en par las puertas de la imaginación, de eso que soñamos y de lo que alguna manera nos sueña o como lo escribió Borges en un cuento: “Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."

jueves, 10 de enero de 2013

Faulkner, por favor


Carlos Yusti


El escritor que mitologizó el sur norteamericano sería una excelente calcomanía para William Faulkner. Es además uno de esos escritores que hay que leer de joven, tiempo en el cual ese deseo hormonal de encarar la literatura en mayúscula va unido a cierta irreverente fortaleza para leer y releer esos pasajes abstrusos y llenos de complejidades (u olvidos) gramaticales tan propios de su manera de narrar. No sin cierto desdén respingando  el crítico literario Edmund Wilson escribió que “…los pasajes ininteligibles por culpa de una profusión de pronombres, o que hay que releer por deficiencia de la puntuación, no son resultado de un esfuerzo por expresar lo inexpresable, sino los efectos de un gusto indolente y una labor negligente.”

Desde esa etapa de lecturas juveniles no he vuelto a leer a Faulkner, pero todavía me acompaña esa imagen (perteneciente a Luz de agosto) de aquella mujer sentada en mitad de un día caluroso, del polvo de una calle quemado por sol y de sus pensamientos bullendo en su cabeza como único patrimonio. Del resto de sus novelas están por allí en la estantería a la espera de una tan necesaria relectura.

En una entrevista le preguntaron como empezó su carrera de escritor y respondió: “Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta -era la primera vez que venía a verme- y me preguntó: “¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?”. Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: “Dios mío”, y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: ‘Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro’. Yo le dije ‘trato hecho’, y así fue como me hice escritor”.

La vida de William Faulkner era así de una mínima tensión. Estuvo abrazado a la botella a lo largo de su vida o como él escribió: “La bebida no construye el estilo, pero lo acompaña. Hay una sinuosidad detectable, una longitud de párrafo, una bruma que espesa la sintaxis, una elaboración de imágenes que nunca definen sus contornos y que se suceden y encabalgan mediante asociación libre”. Entre libro y libro iba de una empleo a otro. Fue repartidor, caletero y hasta estuvo en la gerencia de un burdel. También fue guionista en ese otro burdel, que vende y compra ardores y arrebatos al mayoreo, que es Hollywood. Ah y le dieron el Nobel de literatura por su obra un tanto irregular, pero implacable a la hora de convertir lo humano en una tragedia con inusuales resonancias de apocalipsis.

Murió un 6 de Julio del año 1962 y el escritor William Styron que estuvo en su funeral escribió: “Más que nada, detestaba que invadieran su privacidad. Aunque me hacen sentir bienvenido en casa de la señora Faulkner y su hija Jill, y aunque sé que la bienvenida es sincera, me siento un intruso. El duelo es una de las pocas cosas privadas. Más que nada, Faulkner odiaba a aquellos (y había muchos) que se metían en su vida privada –chismosos y curiosos literarios ansiosos de proximidad con la grandeza y una pizca de fama reflejada–. El mismo había dicho más de una vez, y con razón, que lo único que debía importarle a la gente sobre un escritor son sus libros. Ahora que está muerto y desamparado en el ataúd de madera gris, me siento como un entrometido más que nunca, husmeando en un lugar donde no debería estar”.

En sus libros se encuentra lo humano en eterna tensión con el entorno y con esas pasiones que nos guían y a veces parecen desbordarnos. A Vladimir Nabokov le irritaba hasta el paroxismo la frondosidad y ramificación profusa de sus “imposibles estruendos bíblicos”, cuestión que para el escritor ruso dañaba su prosa y lo hacía un tanto inleíble/infumable. No obstante ese tono bíblico de sus novelas coloca todo en esa perspectiva en la que el hombre debe recurrir a su fuerza espiritual para resistir y salir adelante a pesar de todo.

Su estilo influyó en una buena porción de escritores latinoamericanos. Hoy su manera de narrar es una rareza que todavía puede aportar algunos trucos a la hora de convertir la vida en una parábola literaria con sus confusos meandros apocalípticos, con ese incomparable estilo de profeta borracho escribiendo esos largos pasajes libres de puntos, martilleando en esas máquinas de escribir portátiles a pesar de esa bruma espesa de la resaca. Por eso siempre digo Faulkner, por favor doble y con hielo.

Capote en su nicho de perfección



Carlos Yusti

Releyendo a Truman Capote estos días, con el regocijo de diciembre en los huesos, encuentro que la perfección literaria tiene un mecanismo de gran delicadeza y si se quiere un tanto insólito, especie de filigrana que muchas veces pasa inadvertida. La relectura del libro Música para camaleones me enfrenta de nuevo con el mejor Capote; creativo, audaz y que decide darle otra vuelta de tuerca a lo literario e intentar descubrir el latir de la realidad, o esa música inesperada que tiene la vida en sus distintos escenarios, registros y facetas.
El libro no es de cuentos, ni de crónicas, ni de entrevistas y mucho menos un guión de cine, pero Capote los mezcla con una maestría imperceptible, con una desenvuelta carga de inteligencia y humor para descubrirnos un universo cotidiano que entre sus pliegues esconde una excelente porción de ficción y que Capote deja al descubierto con sobrio y trabajado estilo.

Cuando Capote escribió el libro gran parte de su etapa como escritor estrella estaba quemada. Su adicción a las drogas y al alcohol habían desgastado su espíritu creativo y se sentía en una especie de foso, de recuento e introspección.
En el prefacio del libro Capote ofrece pistas sobre su periplo creativo y sobre su visión con respecto al arte literario. Anota que empezó bastante joven a escribir. En sus inicios la vanidad lo hizo ver que eso de escribir era divertido y hasta asumió la profesión con cierto desdén frívolo. Después a fuerza de caídas y tropezones escribe aquella frase icónica: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Luego descubre la diferencia significativa de escribir bien y de escribir mal hasta percatarse de la deferencia entre escribir bien y el arte verdadero. Desde ese momento no hará descansar el látigo.

Con algunos libros ya publicados Capote sigue buscando la perfección artística y encuentra una frase de un personaje de Hanry James, especie de escritor en los albores del crepúsculo que se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la demencia del arte”. Capote, que ya ha tanteado suficiente en la oscuridad, comprende que para salir de esa demencia del arte debe asumir riesgos. Volver sobre sus pasos de escritor y analizar.

Releyó todo lo que había publicado para al final descubrir sus fallos, sus aciertos y barajar desde esta perspectiva de autocritica la posibilidad de hacerlo mejor, de combinar los géneros o como él lo escribió: El problema era: ¿Cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura - digamos el relato breve- todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias? Pues ésa era la razón por la que mi trabajo a menudo resultaba insuficientemente iluminado; no faltaba voltaje, pero al adecuarme a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no utilizaba todo lo que sabía acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para utilizarlos simultáneamente.”

Todo este buceo por las profundidades de sus obras lo llevó a constatar que todo lo que había narrado/escrito hasta ahora lo había hecho desde afuera, se paseaba en lo escrito sin ser notado. Esto lo condujo a considerar que era necesario ser un actor más en el escenario de la escritura y así surgió una novela breve (Ataúdes tallados a mano) y un conjunto de textos magistrales que conformaría ese libro misceláneo que es Música para camaleones, ese puzzle de literatura con géneros superpuestos y llevados al fondo para aprovechar todas la posibilidades de cada género y conseguir narrar la vida desde ese costado de melodía exquisita.

Releyendo cada texto otra vez puede el lector descubrir belleza, intriga, horror e ironía con un puñado de personajes (en apariencia normales) provistos de una magia inesperada.

Cada escrito de Música para camaleones  es redondo, espontaneo, pero detrás de estilo natural y realista hay un relato que lleva al lector hacia el otro lado del espejo de una realidad banal, en ocasiones atroz, pero con una indiscutible carga de embrujo que deleita y toca de alguna manera al lector.

Está por ejemplo la aristócrata del relato que da título al libro y su raro espejo negro, sin mencionar que un grupo de camaleones que viven en la casa son extasiados oyentes de música clásica. Está ese otro texto titulado “Un día de trabajo” en la que Capote acompaña a una inmigrante trigueña clara a su trabajo como domestica independiente de apartamentos a varios clientes. Mientras la señora realiza sus labores Capote descubre las vidas deshilachadas de quienes allí viven, escudriña en los baños, en los objetos personales o en las bibliotecas. También está ese inmejorable retrato titulado , “Una adorable  criatura”, que le hizo a Marilyn Monroe. Capote con lentitud quita ese velo mítico de leyenda que la oculta y descubre a una mujer frágil, a una sublime criatura; insegura y con las ojeras negras del desamor y la soledad.

Capote con su libro Música para camaleones alcanzó la cúspide de la maestría tanto como narrador y como gran observador de la vida que en realidad fue. El libro cierra con una autoentrevista perversa y algo retorcida: “… aún no soy un santo. Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio. Claro que podría ser todas esas  cosas dudosas y, no obstante, ser un santo. Pero aún no soy un santo; no, señor”.

Quizá con lo textos escritos en ese libro alcanzó cierto grado de redención como artista, su nicho de santidad y perfección; por supuesto una singular santidad como escritor por aquello que expresó Bernard Shaw cuando le preguntaron si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia y contestó: “Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu”. Música para camaleones es un libro para ser leído y releído varias veces; en sus páginas hay altas dosis de espíritu y de indiscutible perfección artística.