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jueves, 10 de enero de 2013

Faulkner, por favor


Carlos Yusti


El escritor que mitologizó el sur norteamericano sería una excelente calcomanía para William Faulkner. Es además uno de esos escritores que hay que leer de joven, tiempo en el cual ese deseo hormonal de encarar la literatura en mayúscula va unido a cierta irreverente fortaleza para leer y releer esos pasajes abstrusos y llenos de complejidades (u olvidos) gramaticales tan propios de su manera de narrar. No sin cierto desdén respingando  el crítico literario Edmund Wilson escribió que “…los pasajes ininteligibles por culpa de una profusión de pronombres, o que hay que releer por deficiencia de la puntuación, no son resultado de un esfuerzo por expresar lo inexpresable, sino los efectos de un gusto indolente y una labor negligente.”

Desde esa etapa de lecturas juveniles no he vuelto a leer a Faulkner, pero todavía me acompaña esa imagen (perteneciente a Luz de agosto) de aquella mujer sentada en mitad de un día caluroso, del polvo de una calle quemado por sol y de sus pensamientos bullendo en su cabeza como único patrimonio. Del resto de sus novelas están por allí en la estantería a la espera de una tan necesaria relectura.

En una entrevista le preguntaron como empezó su carrera de escritor y respondió: “Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta -era la primera vez que venía a verme- y me preguntó: “¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?”. Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: “Dios mío”, y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: ‘Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro’. Yo le dije ‘trato hecho’, y así fue como me hice escritor”.

La vida de William Faulkner era así de una mínima tensión. Estuvo abrazado a la botella a lo largo de su vida o como él escribió: “La bebida no construye el estilo, pero lo acompaña. Hay una sinuosidad detectable, una longitud de párrafo, una bruma que espesa la sintaxis, una elaboración de imágenes que nunca definen sus contornos y que se suceden y encabalgan mediante asociación libre”. Entre libro y libro iba de una empleo a otro. Fue repartidor, caletero y hasta estuvo en la gerencia de un burdel. También fue guionista en ese otro burdel, que vende y compra ardores y arrebatos al mayoreo, que es Hollywood. Ah y le dieron el Nobel de literatura por su obra un tanto irregular, pero implacable a la hora de convertir lo humano en una tragedia con inusuales resonancias de apocalipsis.

Murió un 6 de Julio del año 1962 y el escritor William Styron que estuvo en su funeral escribió: “Más que nada, detestaba que invadieran su privacidad. Aunque me hacen sentir bienvenido en casa de la señora Faulkner y su hija Jill, y aunque sé que la bienvenida es sincera, me siento un intruso. El duelo es una de las pocas cosas privadas. Más que nada, Faulkner odiaba a aquellos (y había muchos) que se metían en su vida privada –chismosos y curiosos literarios ansiosos de proximidad con la grandeza y una pizca de fama reflejada–. El mismo había dicho más de una vez, y con razón, que lo único que debía importarle a la gente sobre un escritor son sus libros. Ahora que está muerto y desamparado en el ataúd de madera gris, me siento como un entrometido más que nunca, husmeando en un lugar donde no debería estar”.

En sus libros se encuentra lo humano en eterna tensión con el entorno y con esas pasiones que nos guían y a veces parecen desbordarnos. A Vladimir Nabokov le irritaba hasta el paroxismo la frondosidad y ramificación profusa de sus “imposibles estruendos bíblicos”, cuestión que para el escritor ruso dañaba su prosa y lo hacía un tanto inleíble/infumable. No obstante ese tono bíblico de sus novelas coloca todo en esa perspectiva en la que el hombre debe recurrir a su fuerza espiritual para resistir y salir adelante a pesar de todo.

Su estilo influyó en una buena porción de escritores latinoamericanos. Hoy su manera de narrar es una rareza que todavía puede aportar algunos trucos a la hora de convertir la vida en una parábola literaria con sus confusos meandros apocalípticos, con ese incomparable estilo de profeta borracho escribiendo esos largos pasajes libres de puntos, martilleando en esas máquinas de escribir portátiles a pesar de esa bruma espesa de la resaca. Por eso siempre digo Faulkner, por favor doble y con hielo.