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martes, 26 de marzo de 2013

Nabokov y el buen lector de novelas


Nabokov y el buen lector de novelas





La travesía lectora varia de un lector a otro y en ella participan el azar (al leer un determinado libro y no otro) y ese falso provecho que algunos buscan sacarle a los libros (hacerse de una cultura, mejorar un poco ese vocabulario barriobajero, investigar para la tesina de grado y demás idioteces por el estilo). Leer por el simple placer de hacerlo es una aventura de la cual rara vez se sale ileso.

El escritor ruso Vladimir Nabokov relata que en cierta universidad de provincia donde impartía un “largo cursillo” sobre novelas clásicas realizó una encuesta para definir lo que sería un buen lector. La encuesta contenía diez definiciones (por ejemplo: debe pertenecer a un club de lectura, debe identificarse con el héroe o la heroína, debe haber visto la novela en película, debe ser un autor embrionario, debe tener imaginación, etc.) y los alumnos debían seleccionar cuatro que, combinadas, proporcionarían lo que sería un buen lector. Cuenta que la mayoría de los estudiantes se inclinaron por la armazón emocional, la acción y el aspecto socioeconómico o histórico. Nabokov concluía que un buen lector es aquel que tiene imaginación, memoria, un diccionario y cierto sentido artístico.

En la adolescencia uno vive como en una especie de encrucijada vital, de zona muerta en la que hay un sin fin de personas tratando de planificar tus pasos en la vida. Seguir los preceptos de los padres (estudiar para hacerse de una carrera utilitaria como médico o abogado y tener una base para un futuro siempre borroso e incierto) o torcer ese camino prefijado y devenir en escarabajo, en ese sentido metafórico y artístico en lo que se convierte el personaje del relato La metamorfosis de ese manoseado cuento de Kafka. Un artista en cualquier familia siempre resulta un bicho extraño que es mejor que permanezca aislado en su cuarto.

Ese espíritu artístico, como lo llama Nabokov, en gran medida ayuda a tener las novelas como obras de arte, sirve para situarlas como logros creativos a los cuales sus respectivos autores dedicaron un tiempo significativo para darle un brillo especial a la frase, para perfilar los personajes hasta hacerlos más creíbles y humanos que nuestro vecino más próximo.
El espíritu artístico te ayuda a comprender dónde empieza la ficción y dónde termina la realidad, entender que las grandes novelas de la literatura son sólo ficción, invenciones supremas en las que se pueden conseguir trozos de inigualable belleza, grandes cuentos de hadas las llama Nabokov, quien además machacaba con insistencia a sus alumnos: “La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador...”.

Para Nabokov el lector que intentaba disfrutar de la gran literatura requería tener cierta determinada pasión de artista combinada con la calculada paciencia del científico. Lo primero le ayudaría a imbuirse en la mente del autor, en su visión subjetiva y personal de la vida y el arte. Lo segundo le serviría para detenerse, demorarse en desentrañar ese universo entrelíneas que representaba cada novela. Novelas que más que leer era necesario releer: “Los libros no se deben leer: se deben releer”, apuntaba con convicción.

A Nabokov como lector le gustaba hacer de detective y sopesar todas las pistas, meterle lupa a todos los detalles. Por ejemplo, si leía La metamorfosis, de Kafka, quería saber cómo era el escarabajo en que se transformó Gregorio Samsa, a cuál familia de insectos pertenecía, cómo era su forma. Esta exploración científica por los detalles excitaba su imaginación creadora, excitación que intentaba inculcar en sus alumnos.

Otro aspecto que el escritor ruso tomaba en cuenta era el escritor. Para él un autor debía enfocarse desde tres puntos de vista: como narrador, como maestro y como encantador. Nabokov subrayaba: “Un buen escritor combina las tres facetas, pero es la de encantador la que predomina y la que le hace un gran escritor”.

Los frutos sobre la lectura de las grandes novelas de la literatura no se perciben a simple vista y Nabokov, como gran escritor e inigualable encantador, nunca se llamó a engaño a este respecto, y siempre recalcó que las novelas no enseñan nada que se pueda aplicar a esos problemas evidentes de la vida; no ayudan en la oficina, ni en el ejército, ni en la cocina. “Pero puede que les ayuden, si han seguido mis enseñanzas, a sentir la pura satisfacción que trasmite una obra de arte inspirada y precisa, y esa satisfacción a su vez va a dar lugar a un sentimiento de auténtico consuelo mental, el consuelo que uno siente cuando toma conciencia, pese a todos sus errores y meteduras de pata, de que la textura interior de la vida es también materia de inspiración y precisión”.

La literatura apenas puede mostrar las contradicciones de la existencia, esos borrones apresurados de la vida que en las grandes novelas tratan de transcribirse limpios, transparentes y en muchos casos como una metáfora que puede permitir a cualquiera ver la vida sin ningún énfasis de barbarie, la vida con esa música sencilla que busca darle a nuestro mínimo espacio cierta armonía a pesar del ruido producido por los traficantes de sombras y sus burocráticos cómplices.

Postal de un poeta a la orilla del río


Postal de un poeta a la orilla del río
(a propósito de Luis García Morales)






En nuestro intercambio verbal de todos los días (y no hay que ser un lingüista versado para constatarlo) las palabras poseen una innegable carga de superficialidad y, sometidas a las mutilaciones/degradaciones respectivas, son apenas instrumentos superfluos para comunicarnos. El poeta, o lo que los críticos de academia denominan “creador de literatura”, con esas mismas palabras va a nombrar el mundo desde un enfoque e intensidad especial, donde la expresividad tiene la función menos bizarra que la de informar, y no sin cierto reclamo irónico un gran teórico de la literatura llamado George Steiner escribió que “siempre hay maneras más sencillas de decir las cosas que la del poeta”.
Cuando las palabras de siempre son sometidas a la percepción estética del poeta, el silencio pierde su majestad debido a ese famoso proverbio árabe: “No digas (escribas) nada que no sea más bello que el silencio”.
El poeta (grande o pequeño) preocupado por su arte es antes que nada un sutil artesano del lenguaje, es menos una vedette pública (ansiosa de reconocimiento o de puestos académicos) y más un trabajador riguroso de las palabras.
Esto sin duda podrá resultar baladí, pero los poetas que escriben algo trascendente son aquellos que se esmeran con el lenguaje tratando de escapar de lo manido, intentando darle a las palabras un orden inédito, un ritmo emocional diferente en un mundo que ha hecho del flujo de información el eje fundamental de la vida; información tan ecléctica y antipoética que es perfectamente prescindible y desechable a los pocos momentos de ser emitida y consumida. Las grandes verdades de nuestra espiritualidad siguen leyéndose entrelíneas en los poemas y en las novelas; las visiones que ofrecen de la vida todavía están cargadas de una inigualable intensidad y de una validez perdurable.
El poeta se esmera con el lenguaje para no caer en el tópico y el poema es una manera de pensar la escritura, pero es al mismo tiempo una manera de ordenar su pensamiento en concordancia con su sensibilidad. No sin gran acierto Eugenio Montejo escribió: “Un poeta emprende la recreación del universo con la música y la turbación de su propio pensamiento”.
El poema aparte de palabras en situación estética especial es también tiempo, memoria y existencia atemporal. Si uno quiere indagar en la vida de los poetas sólo hay que leer sus poemas, penetrar esa intrincada selva de tiempo y sensaciones, de emocionalidad traspapelada con las vicisitudes menudas de la existencia, con todo eso que nos rodea en ese lento crujir de los días. Cada poeta nos enseña a palpar la vida desde la belleza nítida de la metáfora. El poeta no es más que ese oficiante de la belleza a través de las palabras.
Luis García Morales es un oficiante consecuente de ese abc del espíritu, es uno de esos poetas escurridizos y cuyo buen desempeño poético ha otorgado a las palabras una límpida precisión. Los poemas de García Morales siempre son el reflejo de algo, de esa introspección que hurga en la vida, en el paisaje, en la existencia como soñada, pero mejorada desde la sensibilidad metafórica:
Cada sombra tiene su sombra desde la infancia
Y cambia sus espejos a la caída del sol
Cada espejo ata mis pies a senderos invisibles
El estiércol resucita en mis manos
Mi valle descosido gime entonces bajo la lluvia
Pero mi cuerpo es la evidencia de una isla
                           Despedazada
                           Con memoria
¿Cómo se logra llegar al hueso de algo así? ¿Cómo se consigue, además, que lo simbólico tenga el don fulminante de una revelación? ¿Dónde empieza la literatura, en qué lugar el sueño y la realidad tiene algún peso cuando pasa por el cedazo de un arte poética particular?
Es necesario admitir que la poesía de Luis García Morales posee esa tenue tonalidad de la escritura sin estridencia, de esa poesía que en silencio socava esa realidad donde lo literario tiene su espacio y en la cual el poeta parece sólo esa urgencia de la vigilia sin tiempo:
Lo escrito ya no es futuro
Sino centella
Lo inminente
Ahora es un tenue recuerdo
De acciones olvidadas
La ruta que sigue la poesía de Luis García Morales es esquiva, incierta, pero el producto de esta ruta son unos pocos poemas con esas inequívocas intenciones de ver el destino como un espejo de agua, como un reflejo deforme en ese otro río que es el lenguaje:
VI
La lucha del sonido por dejar el silencio
La lucha del granito por parecerse al agua
El agua es el tigre que se deshace en el cielo cantando
En el cielo de la palabra hay un ángel
            En todo ángel un animal palpita
El celaje del pez despierta en la memoria del pájaro
¿Soy acaso este cuerpo de ahora
O ese río de ayer que me habita
            El río, el río siempre?
En un ensayo que le dedica Luis García Morales a otro gran poeta como lo es Vicente Gerbasi hay una frase que nunca me abandona y que resume ese canon de perdurabilidad por la palabra poética, una frase certera e iluminada que expresa: “Pasan los hombres pero el hombre perdura”. Pasan los poetas, pero la poesía perdura como testimonio de un fluir constante entre la magia de la palabra poética y el silencio, entre el paisaje como impronta y revelación. No es casualidad que el poeta Néstor Rojas escriba: “Luis García Morales es uno de esos poetas demiurgos que nos reconcilian con la Palabra, que nos devuelven la fe en lo sagrado. Su poesía, siempre intensa y reveladora, tan resplandeciente, nos reúne en el ámbito de lo trascendente: en el espacio-útero (el río) donde alcanzamos la iluminación interior y nos encontramos, otra vez, con aquello que se ha desvanecido, con lo que creíamos muerto: el Paraíso”. En otro fragmento del referido texto a Gerbasi hay una frase reveladora: “Las fulguraciones del paisaje, sus colores, sus penumbras, responden a los signos del paisaje interior”. Paisaje interior que en la poesía del propio Luis García Morales adquiere una musicalidad serena y en la cual el río deja de ser una evocación para convertirse en una desnuda reflexión que trata de reordenar esos fragmentos de lo real donde el ser parece ajeno a la vida y en la cual el paisaje es un vínculo con esos instantes de existencia que fluye en jirones, en desgarrones, en un latido que trata de iluminar a pesar de la tiniebla:
El río siempre
A Adriano González León
Estoy solo a orillas del río
Me visita el terror secreto de la soledad
Hay un fantasma fijo que me habita y me habla
Soy cada vez más extraño a la vida
Soy cada vez más piedra de la herencia
La ciudad arde bajo un mereyal sombrío
La ciudad arde en una esmeralda de mi memoria
Entro a su sol y escucho su plegaria de granito
El niño que me acompaña escucha
        El gemido nocturno de sus muros
           Rociados con sangre de vaca
Estoy solo a orillas del río
Las aves tejen y entretejen el cielo
Las toninas soplan en los flancos de la marea
        Y en la vieja luz de mis huesos
Tanta mirada perdida
Tanta música desconsolada
         Brotando como flechas de la memoria
Estoy desprovisto de senderos
Llega un caballo conversando de hojas tiernas
Llega un friso troquelado en cuero de tambor
Llega un tigre que canta en lo alto de una mata
Me vuelvo lejos
Como si la historia nos estuviera soñando
Como si el día fuera sin término
Ante mí pasa una bala
Pasa la página de un libro
Pasa un camposanto
         Donde van despidiéndose
             Del ayer o del mañana
                  Mis amigos
Pasa una mariposa vestida de mi rostro
Me siento mal frente a este hielo
         Que se desdibuja
Frente a este humo
         Que se deshace y me transforma
Escribo la estrella y desaparece
Escribo el fantasma y es mi olvido
Escribo mi nombre
Y el agua pasa por encima
Lavando su tiniebla
         El río
         El río siempre
La influencia que la poesía de Luis García Morales ha ejercido sobre varias generaciones de poetas es innegable. El poeta Francisco Arévalo me comentaba que uno de sus libros le hacía un velado homenaje al poeta o, como él mismo escribió: “Para mí Luis García Morales es el poeta que mejor ha trabajado la metáfora que viene siendo nuestro Orinoco, tengo que confesar que uno de mis libros publicados (Más sobre el río) está influenciado por sus lecturas y sobre todo eso que tiene que ver con la construcción mágica de los poemas, y que además le dan cuerpo a una obra que ha quedado para siempre como patrimonio de esa serpiente fluvial que cada día arranca emociones en quienes la admiramos y a la cual le confesamos nuestros tropiezos. Es por eso que para el poeta Luis García Morales el río es siempre, al igual que lo es para mí”.
Es verdad lo escrito por Claudio Magris sobre que “el poeta existe tan sólo cuando sus palabras se han desprendido de él y se revierten en el mundo ofreciéndose libremente a cada quien que las hace propias, nombrando con ellas su propia vida, olvidando el vano nombre del autor y toda su caduca propiedad literaria. El poeta existe en los otros, en los lectores…”.
La poesía de Luis García Morales es prodigioso hallazgo para quien la lee, es memoria fija como una postal pegada en la pared del alma, como un mapa, una brújula para buscar esa metáfora imposible del yo dibujado en el devenir de los días, o como lo expresa el poeta con esa oscura y fluvial claridad:
Allí estoy en el vino de mí mismo
Buscando sol
Buscando la libertad de los pájaros
En la madera de mi cuerpo
Donde yace el acontecer de los días
Y se fija la noche en una sola estrella


Escritor entrecomillas


Escritor entrecomillas

“Aunque soy hombre de letras,
no deben suponer que no he intentado
ganarme la vida honradamente”.
Bernard Shaw



Cuando algún escritor en ciernes me tiende sus poemas para que los lea y emita alguna opinión, enseguida les remito a Rilke y aquel famoso fragmento de Cartas a un joven poeta en el cual escribe que nadie le puede ayudar ni aconsejar si sus versos son buenos, que es necesario dejar de ver hacia fuera y volver la mirada hacia el interior hasta descubrir qué lo impulsa a escribir, sondear en el sótano del alma y luego preguntarse si es capaz de morir si no le fuese permitido escribir.
A pesar de todo el melodrama rilkiano, algunos no se dejan disuadir con tanta facilidad e insisten, y como no tengo paciencia les aconsejo publicar lo más pronto posible, quizás se desencanten y descubran que, para que exista un buen poeta, es necesario que veinte poetas mediocres impriman su poemas plenos de ripios y lugares comunes.
Cuando comencé a escribir nunca tuve la peregrina idea de que escribiría libros. Formaba parte de un grupo que se reunía cada tarde en un café, cercano a una escuela de teatro, en Valencia. Al llegar la noche nos mudábamos a una tasca. Más que escribir lo que en realidad buscaba era beber (mucha literatura). Vivir/beber literatura en demasiado. Después editar una revista, centrarse en escribir un libro y luego publicarlo son pasos que se fueron dando por azar; hay un engranaje de eventualidades que se ponen en marcha y de repente está ya uno metido hasta los tuétanos en eso que de malas maneras se llama oficio de escritura.
En ese trayecto de aprendizaje es inevitable conocer una fauna variadísima de gente que escribe; un colorido zoológico de individuos (tanto hombres como mujeres) que con regularidad escriben en revistas y periódicos y han publicado algunos libros. Así se descubre que la carrera de escritor no es de cien metros, sino una extenuante carrera de obstáculos, de rechazos, ninguneos, hablillas, camarillas y mafias literarias al por mayor.
Ante esa avalancha hiperquinética de gente que de manera forzada quieren ser escritores, sin mencionar que muchos ni leen los baños públicos, sorprende que dos escritores de talla como Philip Roth e Imre Kertész hayan decidido dejar de escribir. La escritura es una exigencia hostigante, especie de forcejeo sin tregua con las palabras para arrancarles algunas chispas vivificantes de belleza. Aquellos que creen que escribir es sólo mecanografiar/teclear (o googlear, cortar y pegar) palabras, de seguro no conocen ese abismo flaubertiano de la página perfecta. “Todavía quiero escribir solamente tres páginas más... y encontrar cuatro o cinco frases que busco desde hace un mes”. Frases como esta de Flaubert abundan en la correspondencia. En otra cuenta pasó toda una noche en vela por una mísera coma, se levantó en la madrugada mordido por el insomnio y la quitó. A la mañana volvió a colocarla. Truman Capote escribió que empezó a escribir cuando apenas tenía ocho años, que al principio le resultó divertido hasta descubrir que hay una diferencia notable en escribir bien y mal. Después hizo otro descubrimiento más impresionante: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; aquello le resultó un hallazgo sutil, pero brutal, y empezó la autoflagelación para alcanzar la perfección del arte en la escritura. Ante esto cualquier avidez de figuración a la postre resulta banal. Silvina Boschi ha escrito: “Por vocación, por oficio o por afán de figuración, muchísima gente quiere escribir y muchos lo consiguen. Basta con entrar en una librería para darse cuenta. En la mesa de novedades, las filas de libros son infinitas”.
Escribir tiene mucho que ver con la vanidad y los escritores (humanos al fin) no se escapan a semejante ligereza. Muchos escritores ven en eso de escribir libros un medio para labrarse una posición académica, afianzar relaciones sociales o enchufarse como burócrata cultural en el gobierno de turno. Otros lo hacen por figurar, por salir en la foto, robar cámara e incluso tener éxito. No es casual que Gabriel Zaid anote: “Lo importante es tener éxito, no importa en qué, ni cómo. Lo cual es una devaluación del oficio y se presta a confusiones. El arte de escribir, pintar o cantar no es el arte de ser visto y volverse noticia. Si lo importante es el llamado divino a la apoteosis, puedes vivir sin escribir, pero no vivir ignorado por la televisión”.
He leído mucha materia fecal impresa y entonces trato de esmerarme con las palabras, pero sin genio ni talento se escribe lo que se puede y esa maldita casquivana de la musa que no llega, de seguro estará con otro pobre diablo en alguna buhardilla del mundo brindándole sus encantos. También se escribe para mantener algo de lucidez en este manicomio. Escribir es una locura que se trata de esconder. Tengo un amigo poeta que al momento de llenar planillas o responder a la consabida pregunta: ¿Oficio?, responde sin rubor: Albañil. Si contesta (o anota) Poeta en línea punteada, le dicen: “No, en serio, en qué trabaja”. Escribir desde esa orfandad en la que no se es vate de ideas para elevar la moral de la patria, ni estilista del poema para redimir a los pueblos, mucho menos brújula de las bellas letras, es convertirse en un escritor entrecomillas, en un ser inoportuno al que siempre le dan con la puerta en las narices, pero que logra meterse por la ventana. Escribir entrecomillas es esmerarse en aguar la fiesta de los literatos (en mayúscula) y sus egos con güisqui en las rocas.
La escritura en su esencia más honda tiene que ver con esa escrupulosidad encarnizada con las palabras, en ese desvelo por hacer algo especial al utilizar el lenguaje y poder expresar desde la belleza de la escritura toda la miseria y grandeza del ser humano, sus virtudes y monstruosidades; de anotar con inteligencia y sensibilidad un verso, una historia con la capacidad de reconciliarnos con este anómalo y disfuncional mundo.
En lo que a mí toca escribo para hacerle frente a tanto filisteísmo literario, para incordiar a la administración y escribir de todo sin ser maestro en nada. Además, sin la realidad de la literatura esa otra realidad tragicómica de todos los días sería inteligible, sería sólo un vertedero pestilente e insoportable. También está esa respuesta que dio Philip Roth, cuando escribía, a la pregunta: ¿Qué significa para usted sentarse a escribir?: “Llenar el tiempo vacío y molestar a los tartufos”.