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martes, 26 de marzo de 2013

Escritor entrecomillas


Escritor entrecomillas

“Aunque soy hombre de letras,
no deben suponer que no he intentado
ganarme la vida honradamente”.
Bernard Shaw



Cuando algún escritor en ciernes me tiende sus poemas para que los lea y emita alguna opinión, enseguida les remito a Rilke y aquel famoso fragmento de Cartas a un joven poeta en el cual escribe que nadie le puede ayudar ni aconsejar si sus versos son buenos, que es necesario dejar de ver hacia fuera y volver la mirada hacia el interior hasta descubrir qué lo impulsa a escribir, sondear en el sótano del alma y luego preguntarse si es capaz de morir si no le fuese permitido escribir.
A pesar de todo el melodrama rilkiano, algunos no se dejan disuadir con tanta facilidad e insisten, y como no tengo paciencia les aconsejo publicar lo más pronto posible, quizás se desencanten y descubran que, para que exista un buen poeta, es necesario que veinte poetas mediocres impriman su poemas plenos de ripios y lugares comunes.
Cuando comencé a escribir nunca tuve la peregrina idea de que escribiría libros. Formaba parte de un grupo que se reunía cada tarde en un café, cercano a una escuela de teatro, en Valencia. Al llegar la noche nos mudábamos a una tasca. Más que escribir lo que en realidad buscaba era beber (mucha literatura). Vivir/beber literatura en demasiado. Después editar una revista, centrarse en escribir un libro y luego publicarlo son pasos que se fueron dando por azar; hay un engranaje de eventualidades que se ponen en marcha y de repente está ya uno metido hasta los tuétanos en eso que de malas maneras se llama oficio de escritura.
En ese trayecto de aprendizaje es inevitable conocer una fauna variadísima de gente que escribe; un colorido zoológico de individuos (tanto hombres como mujeres) que con regularidad escriben en revistas y periódicos y han publicado algunos libros. Así se descubre que la carrera de escritor no es de cien metros, sino una extenuante carrera de obstáculos, de rechazos, ninguneos, hablillas, camarillas y mafias literarias al por mayor.
Ante esa avalancha hiperquinética de gente que de manera forzada quieren ser escritores, sin mencionar que muchos ni leen los baños públicos, sorprende que dos escritores de talla como Philip Roth e Imre Kertész hayan decidido dejar de escribir. La escritura es una exigencia hostigante, especie de forcejeo sin tregua con las palabras para arrancarles algunas chispas vivificantes de belleza. Aquellos que creen que escribir es sólo mecanografiar/teclear (o googlear, cortar y pegar) palabras, de seguro no conocen ese abismo flaubertiano de la página perfecta. “Todavía quiero escribir solamente tres páginas más... y encontrar cuatro o cinco frases que busco desde hace un mes”. Frases como esta de Flaubert abundan en la correspondencia. En otra cuenta pasó toda una noche en vela por una mísera coma, se levantó en la madrugada mordido por el insomnio y la quitó. A la mañana volvió a colocarla. Truman Capote escribió que empezó a escribir cuando apenas tenía ocho años, que al principio le resultó divertido hasta descubrir que hay una diferencia notable en escribir bien y mal. Después hizo otro descubrimiento más impresionante: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; aquello le resultó un hallazgo sutil, pero brutal, y empezó la autoflagelación para alcanzar la perfección del arte en la escritura. Ante esto cualquier avidez de figuración a la postre resulta banal. Silvina Boschi ha escrito: “Por vocación, por oficio o por afán de figuración, muchísima gente quiere escribir y muchos lo consiguen. Basta con entrar en una librería para darse cuenta. En la mesa de novedades, las filas de libros son infinitas”.
Escribir tiene mucho que ver con la vanidad y los escritores (humanos al fin) no se escapan a semejante ligereza. Muchos escritores ven en eso de escribir libros un medio para labrarse una posición académica, afianzar relaciones sociales o enchufarse como burócrata cultural en el gobierno de turno. Otros lo hacen por figurar, por salir en la foto, robar cámara e incluso tener éxito. No es casual que Gabriel Zaid anote: “Lo importante es tener éxito, no importa en qué, ni cómo. Lo cual es una devaluación del oficio y se presta a confusiones. El arte de escribir, pintar o cantar no es el arte de ser visto y volverse noticia. Si lo importante es el llamado divino a la apoteosis, puedes vivir sin escribir, pero no vivir ignorado por la televisión”.
He leído mucha materia fecal impresa y entonces trato de esmerarme con las palabras, pero sin genio ni talento se escribe lo que se puede y esa maldita casquivana de la musa que no llega, de seguro estará con otro pobre diablo en alguna buhardilla del mundo brindándole sus encantos. También se escribe para mantener algo de lucidez en este manicomio. Escribir es una locura que se trata de esconder. Tengo un amigo poeta que al momento de llenar planillas o responder a la consabida pregunta: ¿Oficio?, responde sin rubor: Albañil. Si contesta (o anota) Poeta en línea punteada, le dicen: “No, en serio, en qué trabaja”. Escribir desde esa orfandad en la que no se es vate de ideas para elevar la moral de la patria, ni estilista del poema para redimir a los pueblos, mucho menos brújula de las bellas letras, es convertirse en un escritor entrecomillas, en un ser inoportuno al que siempre le dan con la puerta en las narices, pero que logra meterse por la ventana. Escribir entrecomillas es esmerarse en aguar la fiesta de los literatos (en mayúscula) y sus egos con güisqui en las rocas.
La escritura en su esencia más honda tiene que ver con esa escrupulosidad encarnizada con las palabras, en ese desvelo por hacer algo especial al utilizar el lenguaje y poder expresar desde la belleza de la escritura toda la miseria y grandeza del ser humano, sus virtudes y monstruosidades; de anotar con inteligencia y sensibilidad un verso, una historia con la capacidad de reconciliarnos con este anómalo y disfuncional mundo.
En lo que a mí toca escribo para hacerle frente a tanto filisteísmo literario, para incordiar a la administración y escribir de todo sin ser maestro en nada. Además, sin la realidad de la literatura esa otra realidad tragicómica de todos los días sería inteligible, sería sólo un vertedero pestilente e insoportable. También está esa respuesta que dio Philip Roth, cuando escribía, a la pregunta: ¿Qué significa para usted sentarse a escribir?: “Llenar el tiempo vacío y molestar a los tartufos”.