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martes, 8 de octubre de 2013
jueves, 20 de junio de 2013
Cuando los heteróclitos escriben
Algunos de mis buenos amigos son siquiatras, pero esto no
es algo para despertar asombro. Lo curioso es que casi todos son escritores.
Algunos escriben poesía, otros novelas y uno que otro se ha dedicado al género
ensayístico desde lo humanístico y lo lúdico.
Esta relación con siquiatras de algún modo me ha empujado
a interesarme por la locura, no de esa locura ordinaria de la que escribiera
Charles Bukowski, si no de esa que es enclaustradas en el manicomio. Por
supuesto mi interés está ladeado hacia lo estético y muy lejos de lo clínico.
El arte (la literatura, el teatro, la escritura) suele
ser una terapia ineludible para el tratamiento de ciertos desordenes síquicos y
nerviosos. Como es lógico otros escritores y artistas se han interesado por la
locura y esas asombrosas creaciones pictóricas y literarias creadas desde esos
sótanos oscuros y gelatinosos de la mente.
El escritor francés Raymond Queneau escribió sobre un
puñado de escritores tensados por locura. Su libro “En los confines de la mente. Los locos
literarios” reúne un conjunto de escritores cuyo equilibrio mental estaba
bastante desbalanceado. Para su trabajo se sumergió en la biblioteca nacional y
fue consultando la obra publicada de estos escritores bastante peculiares. Su
hallazgo lo sorprendió. Encontró al cuadrador del círculo Jean Pierre Aimé
Lucas quien escribió Tratado de
aplicación de los trazados geométricos en las líneas y superficies del primer
grado o principios sobre las relaciones de la primera y segunda potencia y
Joseph Lacomme cuyo folleto sobre su
vida explica todos los avatares que pasó para resolver el problema. También
compiló los textos de Pierre Roux que aseguraba que nuestro sol no era más que
una masa incandescente de excremento y que su basura trasmutada en energía de
alguna forma guiaba el desarrollo humano. No podía faltar Charlemagne-Ischis
Defontenay cuyo relato de un viaje interestelar lo ubica como un antecedente
irrevocable de la ciencia ficción. Pierre Roux que un buen día de su vida común
y rutinaria sufre una especie de iluminación. Él mismo lo ha escrito: “Fui
agraciado con ideas tan sublimes que no pude evitar cosas que se me presentaban
con la vivísima luz de la verdad”. Y ante el mandato de Dios de que escriba para
revelar esas verdades esenciales se dedica a su tarea sin descanso, pero su
idea de una pila todopoderosa, que se retroalimenta por sí misma, supera
cualquier delirio científico.
Otro loco escritor fue Pauline Gagné cuyo sentido utópico
lo llevó a concebir el canibalismo como la solución a los males del hambre
mundial. Un loco sobresaliente fue el lingüista Pierre Brrisett cuyos estudios
y sesudas investigaciones lo llevaron a concluir que el lenguaje de la especie
humana descendía de las ranas. Augustin Bousquet especializado en desentrañar
las grandes interrogantes desde lo lingüístico-cabalístico. J. J. B. Charbonnel
quien escribió Historia de un loco que se ha curado dos veces a pesar de los médicos y
una tercera sin ellos (1837), y ese
“profeta bonapartista” Honoré Joseph-Fortune Roustan, cuyas profecías sobre el
destino de Francia, la religión y el socialismo son de una exquisitez
abrumadora.
Cada personaje es una mina de rarezas y pensamientos de
una peculiaridad extraordinaria. Por ejemplo Joseph Lacomme era un analfabeta
en sentido literal. Sin saber escribir ni leer llegó a la cuadratura del
círculo. La escritora española Rosa Montero haciendo referencia al libro de
Queneau escribe: “Lacomme no sabía leer ni escribir, pero era naturalmente despierto
y voluntarioso, y consiguió aprender el oficio de tejedor y ascender
socialmente a la categoría de obrero.
Así vivió laboriosa y anónimamente hasta los 44 años, momento en el que
construyó un pozo en su casa. Como tenía que pavimentar el fondo, le preguntó
al profesor de matemáticas del pueblo cuántos bloques de piedra necesitaba para
un pozo de X anchura. Y el profesor le dijo que no le podía contestar con
precisión, porque nadie había encontrado todavía la relación exacta de la
circunferencia con el diámetro”. Esto
fue el interruptor para que la vida del pobre Lacomme diera un giro inesperado.
Como era un hombre metódico, obsesivo y emprendedor vendió las pocas posesiones
que tenía, incluso su casa y se dedicó a su trabajo. Sin saber contar empezó
todo desde cero. Sus resultados fueron casi perfectos y aunque desesperaba a
los académicos al final reconocieron su trabajo y lo llenaron de honores y
diplomas, pero antes pasó por los manicomios y recibió un rechazo sistemático a
sus investigaciones. No siempre el final es tan luminoso.
El caso de Pauline Gagné es emblemático. De profesión
abogado quería ser famoso. Escribía artículos en diferentes diarios. Además
había publicado uno que otro libro. Escribió un poema de tres mil versos sobre
el suicidio. A Cagné se le ocurrían ideas un tanto estrambóticas y poco
convencionales. Se le ocurrió crear un idioma universal el monopangloto, conformado con palabras de veinte lenguas distintas.
Estuvo varios años trabajando, de manera insistente, en este idioma y cuando lo
tuvo listo resultó tan absurdo y farragoso que no despertó el menor
interés.
Cagné se sintió algo decepcionado, pero esto no
disminuyó su espíritu creativo y escribió un nuevo libro titulado El cometa del anticristo. Como era un
hombre altruista y que buscaba el bien para toda la humanidad fue perfilando lo
que sería la suma de su pensamiento utopista: La filoantropofagía. Que no era
más que la antropofagia con sentido filantrópico, es decir el canibalismo con
sentido de solidaridad para erradicar el hambre. Cagné como filoantropófago
pregona que debemos comernos a los ancianos y ancianas para mitigar el hambre y
para ello él sería el primero como ejemplo práctico de su teoría. Al final de
su vida Cagné murió olvidado, loco extraviado y en la más desasistida miseria
Raymond Queneau escribió: “En cierta época de mi vida,
me interesé por lo que se llama los locos literarios que luego prefería llamar
heteróclitos. tras haber acumulado documentos durante varios años y
desenterrando cierto número de ellos, exhumados del negro polvo de la
Biblioteca Nacional”. Muchos de estos heteróclitos escribieron libros para
plasmar ( o dejar testimonios) de esas ideas curiosas que hacían ebullición en
su interior. Estos autores reunidos por Queneau muestran que cuando los
heteróclitos escriben el mundo arece moverse de sus ejes y adquiera un
dimensión más irreal e imaginativo que sobreasa cualquier camisa de fuerza,
cualquier limite impuesto por eso que con pomposidad denominamos razón.
viernes, 10 de mayo de 2013
Visitando al monstruo en sus dominios (a propósito de Dalí)
Visitando al monstruo en sus dominios (a propósito de Dalí)
Carlos Yusti
Dalí nos es uno de pintores favoritos, aunque sus
pinturas surrealistas siempre han ablandado un poco mis juicios a su obra y
su vida tan de teatro de vodevil, tan de performance.
De visita en Barcelona, a instancias de los anfitriones Menkar y Alejandra, me subí con mi esposa (la Currunca) a un tren hasta Figueres donde está el famoso Teatro-Museo Dalí.
Mi relación amor-odio con Salvador Dalí (el pintor por
supuesto) es quizás como la de muchos, y esto es un suponer. Recalco esto del
pintor ya que Dalí fue una personalidad con múltiple facetas; está por ejemplo
el exaltado militante surrealista al que luego André Bretón descalificaría
adosándole un anagrama realizando
malabares lingüísticos con su nombre y apellido para rebautizarlo como Avida
Dollars. Ávido de dinero, de figurar, de ser un genio. También está el Dalí
cineasta, el novelista, el crítico de arte, el precursor del arte actual en
muchas de sus obras, el hombre show, la vedette, el farsante, el tracalero
final que solo estampaba su firma para obtener alguna calderilla extra con
cuadros que no le pertenecían, está el diseñador de joyas, el hombre anuncio;
en fin un Dalí que es algo así como un actor que interpretó muchos roles, que
cruzó todos los espejos del arte y destrozó los moldes anodinos del artista
como un sufridor (estilo Vincent van Gogh) a la intemperie del dolor y el hambre.
Recorrer su museo-objeto en Figueres es enfrentarse a
ese Dalí creativo sin cortapisas. Como artista hizo un periplo por el arte
contemporáneo, por el arte del pasado y sin duda del futuro. Al caminar por su
museo uno encuentra obras que prefiguran el arte actual. Hay una escultura armada
con desechos de chip de computadoras. Su traje cubierto de vasos, o de copas, se
mueve a la perfección en eso que podría ser Pop-art. Tiene obras netamente
ópticas que entrarían fácil en ese renglón del Op-art. Sus espectaculares y teatrales
apariciones públicas delinean de algún modo eso que hoy se llama performance.
Su afán de vender su obra con altos precios es precursor de esa voracidad de
mercado que corroe al arte actual.
Dalí también fue un artista polémico, era tan borsegeano en sus alocuciones públicas plenas de impertinencias y los desplantes políticos más reaccionarios. Todo ello le acarreó siempre sus admiradores y enemigos de rigor. El fallecido pintor Antoni Tápies escribió: “…si Dalí, por lo menos, hubiera prestado un servicio importante a la Pintura y fuera uno de esos auténticos gigantes, como Picasso o Joan Miró, que han revolucionado de verdad su historia y que tanto honran a nuestro país. Pero resulta que tampoco. Que la crítica, historiadores y directores de museos más autorizados, como pintor, le han asignado a Dalí un espacio más bien corto en el capítulo de las aportaciones positivas. Y que, en cambio, le han dado un gran lugar, desde hace más de cuarenta años, en el desván de la mala pintura”. Dalí en una entrevista a Montserrat Casals (24 FEB 1985) expresó: "El arte moderno es una catástrofe. Como decía Picasso de su obra 'içi je ne fais que des chèques sans provisions' (aquí sólo hago cheques sin fondos)". "A Tápies le conocí hace mucho tiempo, cuando era joven. Le ayudé en Estados Unidos. Y Miró, al principio, fue muy gentil. Vino aquí a Figueres con su marchante Pierre Loeb. Tenía intuición. Pero después se enfadó conmigo".
Al final de sus días la
vida de Dalí (sin Gala) quedó en el aire o más en la cama de la agonía con
tubos de goma que le atravesaban el alma y lo convirtieron en una especie de
espectro surrealista. En este trance los cuadros falsos de Dalí ocuparon la
noticia; cuadros que sin duda valdrán más (y serán más importantes) que los
verdaderos. Francisco Umbral escribió en su momento: “Vienen los suspectos
periodistas extranjeros a una gran galería madrileña para hacer un reportaje
sobre Dalí, y en seguida aclaran que sólo les interesan, a efectos
periodísticos, los Dalís falsos. No buscan el pintor, sino el escándalo. La
España apócrifa. (Los galeristas se negaron, llenos de dignidad profesional y
cultural) Siguen buscando Dalís falsos, dictadores tercermundistas…”
En ese raro artefacto
que es el museo en Figueres está un resumen de un Dalí múltiple y aunque como
pintor se precipitó por ese abismo de publicitarse como genio para al final
terminar más bien como un personaje de si mismo, especie de muñeco hueco del
arte. Sus pinturas, esculturas, joyas, películas, libros y falsos Dalís
testimonian su ansiedad como artista. Su máscara de actor secundario ocultó su
genialidad prefabricada, pero es indudable que tuvo talento para ser publicista
de su yo inquieto y polivalente. Nunca se llamó a engaño y le hubiese gustado
pintar como Velásquez o como él lo dijo en una entrevista: “…soy un personaje
tan complejo que todo lo que se dice de mí tiene una parte infinitesimal de
realidad. Soy mixtificador -en el sentido alquimista-, orgulloso más que nadie
en el mundo, ya que me considero el único genio vivo de nuestra época y, al
mismo tiempo, paradójicamente, el más modesto de todos, porque me creo un mal
pintor. Si me comparo con los grandes maestros del Renacimiento, como Velázquez
o Vermeer, mi obra me parece una catástrofe total; ahora, si me comparo con los
pintores vivos, quizás soy uno de los mejores, pero me daría por satisfecho si
un día me dijeran que soy uno de los mejores pintores de la provincia de Gerona”.
Un cigarro mientras llueve
Un cigarro mientras llueve
Carlos Yusti
Mi padrastro que era español cultivó con fruición los vicios del tabaco y el licor, pero desde hace bastante tiempo venía de regreso de todo eso, sólo el cigarrillo acompañó hasta su muerte. Un día me dijo que el hombre se fortalece no en la virtud, sino en el vicio. No dejarse borrar por los vicios define el carácter, edifica tu personalidad. Palabras muy suyas que he tratado de cultivar algunos vicios, aunque el tabaco no es uno de ellos. Fumo pipa (o un habano) de vez en cuando, del resto sólo respiro el aire canalla de la calle con su contaminación a tope respectivo.
Desde el poder eclesiástico y político siempre han querido delinear la vida de los ciudadanos, siempre han buscado imponer una moral, impuesta a veces de manera violenta, por el bien del colectivo. La labor parece loable, pero aquellos que intentan imponer conductas de virtud a veces no son los más indicados ya que el closet de muchos políticos y de muchas personalidades de la iglesia no es tan pulcro. Muchos practican eso de la virtud pública y crimen privado. Desde el Ministerio del comercio de tinieblas se decretan leyes y normas para cuidarnos y sumirnos en esa oscuridad donde la personalidad anda a tientas
y semiparalizada convirtiendo la existencia en una película horrible de zombis obedientes. Implementan el miedo y la vigilancia para convertir a todos los ciudadanos en no-fumadores. Las cajetillas traen fotos horribles de todos los daños del tabaco y no conforme con este terrorismo gráfico también quieren convertir a la sociedad en espía de sus conciudadanos, en informantes y delatores. Han dispuesto una línea para que cualquiera llame y denuncie a quienes fumen en esas zonas excluyentes, pero libres de humo. Manuel Rodríguez Rivero ha escrito: “el miedo y la vigilancia permanente se están convirtiendo en los más eficaces instrumentos de la nueva mercadotecnia política”. Nadie fuma, pero el miedo y la delación se distribuye democráticamente y felices todos.
En esos días de bohemia literaria, con varios poetas y escritores, visitaba algunos antros envueltos en la neblina azulosa del humo y la música llorosa de una rocola que exhala la voz de Felipe Pirela: “Un cigarrillo, la lluvia y tú/ Me trastornan/ Dejo mis labios sobre tu piel /Me vuelvo loco”. Mis ídolos literarios como Camus y algunos otros salen en algunas fotos sosteniendo un cigarrillo cuestión que les agrega un cierto toque terrenal. Una novela, que en su momento me resultó infumable, fue La conciencia de Zeno de Italo Svevo. Su tema, un tanto banal, refiere la odisea de su protagonista Zeno Cosini, de cincuenta y siete años, fumador empedernido que se somete a sicoanálisis para dejar de fumar. El médico que lo trata le dice que escriba una especie de diario para encontrar la raíz de su adicción. Así el lector se adentra en la conciencia y en el inconciente de un hombre común, de un héroe de nuestro tiempo algo complejo, escurridizo y que al final es como la caricatura de un hombre que toma conciencia de su vida a través de un vicio rutinario: “El doctor a quien hablé de mi propensión a fumar, me dijo que iniciara mi trabajo con un análisis de ella:
—¡Escriba! ¡Escriba! Verá cómo llega a verse entero. En realidad, creo que del tabaco puedo escribir aquí, en mi mesa, sin ir a soñar en la tumbona. No sé cómo empezar y pido ayuda a los cigarrillos, todos tan parecidos al que tengo en la mano. Hoy descubro algo que ya no recordaba. Los primeros cigarrillos que fumé ya no están a la venta. Hacia 1870 teníamos en Austria esos que se vendían en cajetillas con el sello del águila imperial. Ya está: en torno a una de esas cajetillas se agrupan al punto varias personas con rasgos suficientes para sugerirme su nombre, pero no para conmoverme por el inesperado encuentro. Intento obtener más y me voy a la tumbona: las personas se desdibujan y en su lugar aparecen bufones que se ríen de mí. Vuelvo a la mesa desalentado”.
Gay Talese, aquel ducho periodista que forma parte de la camada que inventó eso que ahora es viejo como el nuevo periodismo, escribió una crónica bastante ilustrativa sobre como saca a pasear su cigarro y que finaliza con su impecable estilo periodístico: “Cuando América no está librando una guerra, el deseo puritano de castigar al prójimo tiene que desfogarse en casa, explicaba hace años la escritora Joyce Carol Oates, refiriéndose a la censura literaria. Pero esto se aplica a las restricciones de todo tipo, incluidos los actuales edictos contra mi humilde cigarro... de cuyo humo brota todas las noches mi paranoia, que no se esfuma ni cuando le doy la última fumada y arrojo a la calle la colilla, indicándoles a los perros que el paseo al aire libre de por las noches ha tocado a su fin”.
Uno que otro domingo salgo al pasillo del edificio a fumar una pipa. En algunas ocasiones llueve y por supuesto me acuerdo de Felipe Pirela y de esa poema extraño de Vladimir Holan: “Cuando llueve en domingo y tú estás solo, /completamente solo,/ abierto a todo, pero no llega ni el ladrón y no llama a la puerta ni el borracho ni el enemigo; /cuando llueve en domingo mientras tú estás abandonado /y no comprendes cómo vivir sin cuerpo /y cómo no vivir puesto que tienes cuerpo;(…)”
Los fumadores van quedando relegados, excluidos. Últimos solitarios perdidos en las cavilaciones del humo de un cigarrillo que se consume. Fernando Savater lo ha escrito desde la ironía: “…padecemos hoy una conjura de salvadores para redimirnos de nuestros vicios y nuestras devociones, en la que confluyen una derecha que tiene de liberal lo que yo de obispo y una izquierda torpe…” Mientras la conjura de salvadores llega a mi puerta enciendo un tabaco para esperarlos en esa tranquilidad pasajera del humo.
martes, 26 de marzo de 2013
Nabokov y el buen lector de novelas
Nabokov y el buen lector de novelas
La travesía lectora varia de un lector a otro y en ella participan el azar (al leer un determinado libro y no otro) y ese falso provecho que algunos buscan sacarle a los libros (hacerse de una cultura, mejorar un poco ese vocabulario barriobajero, investigar para la tesina de grado y demás idioteces por el estilo). Leer por el simple placer de hacerlo es una aventura de la cual rara vez se sale ileso.
El escritor ruso Vladimir Nabokov relata que en cierta universidad de provincia donde impartía un “largo cursillo” sobre novelas clásicas realizó una encuesta para definir lo que sería un buen lector. La encuesta contenía diez definiciones (por ejemplo: debe pertenecer a un club de lectura, debe identificarse con el héroe o la heroína, debe haber visto la novela en película, debe ser un autor embrionario, debe tener imaginación, etc.) y los alumnos debían seleccionar cuatro que, combinadas, proporcionarían lo que sería un buen lector. Cuenta que la mayoría de los estudiantes se inclinaron por la armazón emocional, la acción y el aspecto socioeconómico o histórico. Nabokov concluía que un buen lector es aquel que tiene imaginación, memoria, un diccionario y cierto sentido artístico.
En la adolescencia uno vive como en una especie de encrucijada vital, de zona muerta en la que hay un sin fin de personas tratando de planificar tus pasos en la vida. Seguir los preceptos de los padres (estudiar para hacerse de una carrera utilitaria como médico o abogado y tener una base para un futuro siempre borroso e incierto) o torcer ese camino prefijado y devenir en escarabajo, en ese sentido metafórico y artístico en lo que se convierte el personaje del relato La metamorfosis de ese manoseado cuento de Kafka. Un artista en cualquier familia siempre resulta un bicho extraño que es mejor que permanezca aislado en su cuarto.
Ese espíritu artístico, como lo llama Nabokov, en gran medida ayuda a tener las novelas como obras de arte, sirve para situarlas como logros creativos a los cuales sus respectivos autores dedicaron un tiempo significativo para darle un brillo especial a la frase, para perfilar los personajes hasta hacerlos más creíbles y humanos que nuestro vecino más próximo.
El espíritu artístico te ayuda a comprender dónde empieza la ficción y dónde termina la realidad, entender que las grandes novelas de la literatura son sólo ficción, invenciones supremas en las que se pueden conseguir trozos de inigualable belleza, grandes cuentos de hadas las llama Nabokov, quien además machacaba con insistencia a sus alumnos: “La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador...”.
Para Nabokov el lector que intentaba disfrutar de la gran literatura requería tener cierta determinada pasión de artista combinada con la calculada paciencia del científico. Lo primero le ayudaría a imbuirse en la mente del autor, en su visión subjetiva y personal de la vida y el arte. Lo segundo le serviría para detenerse, demorarse en desentrañar ese universo entrelíneas que representaba cada novela. Novelas que más que leer era necesario releer: “Los libros no se deben leer: se deben releer”, apuntaba con convicción.
A Nabokov como lector le gustaba hacer de detective y sopesar todas las pistas, meterle lupa a todos los detalles. Por ejemplo, si leía La metamorfosis, de Kafka, quería saber cómo era el escarabajo en que se transformó Gregorio Samsa, a cuál familia de insectos pertenecía, cómo era su forma. Esta exploración científica por los detalles excitaba su imaginación creadora, excitación que intentaba inculcar en sus alumnos.
Otro aspecto que el escritor ruso tomaba en cuenta era el escritor. Para él un autor debía enfocarse desde tres puntos de vista: como narrador, como maestro y como encantador. Nabokov subrayaba: “Un buen escritor combina las tres facetas, pero es la de encantador la que predomina y la que le hace un gran escritor”.
Los frutos sobre la lectura de las grandes novelas de la literatura no se perciben a simple vista y Nabokov, como gran escritor e inigualable encantador, nunca se llamó a engaño a este respecto, y siempre recalcó que las novelas no enseñan nada que se pueda aplicar a esos problemas evidentes de la vida; no ayudan en la oficina, ni en el ejército, ni en la cocina. “Pero puede que les ayuden, si han seguido mis enseñanzas, a sentir la pura satisfacción que trasmite una obra de arte inspirada y precisa, y esa satisfacción a su vez va a dar lugar a un sentimiento de auténtico consuelo mental, el consuelo que uno siente cuando toma conciencia, pese a todos sus errores y meteduras de pata, de que la textura interior de la vida es también materia de inspiración y precisión”.
La literatura apenas puede mostrar las contradicciones de la existencia, esos borrones apresurados de la vida que en las grandes novelas tratan de transcribirse limpios, transparentes y en muchos casos como una metáfora que puede permitir a cualquiera ver la vida sin ningún énfasis de barbarie, la vida con esa música sencilla que busca darle a nuestro mínimo espacio cierta armonía a pesar del ruido producido por los traficantes de sombras y sus burocráticos cómplices.
Postal de un poeta a la orilla del río
Postal de un poeta a la orilla del río
(a propósito de Luis García Morales)
(a propósito de Luis García Morales)
En nuestro intercambio verbal de todos los días (y no hay que ser un lingüista versado para constatarlo) las palabras poseen una innegable carga de superficialidad y, sometidas a las mutilaciones/degradaciones respectivas, son apenas instrumentos superfluos para comunicarnos. El poeta, o lo que los críticos de academia denominan “creador de literatura”, con esas mismas palabras va a nombrar el mundo desde un enfoque e intensidad especial, donde la expresividad tiene la función menos bizarra que la de informar, y no sin cierto reclamo irónico un gran teórico de la literatura llamado George Steiner escribió que “siempre hay maneras más sencillas de decir las cosas que la del poeta”.
Cuando las palabras de siempre son sometidas a la percepción estética del poeta, el silencio pierde su majestad debido a ese famoso proverbio árabe: “No digas (escribas) nada que no sea más bello que el silencio”.
El poeta (grande o pequeño) preocupado por su arte es antes que nada un sutil artesano del lenguaje, es menos una vedette pública (ansiosa de reconocimiento o de puestos académicos) y más un trabajador riguroso de las palabras.
Esto sin duda podrá resultar baladí, pero los poetas que escriben algo trascendente son aquellos que se esmeran con el lenguaje tratando de escapar de lo manido, intentando darle a las palabras un orden inédito, un ritmo emocional diferente en un mundo que ha hecho del flujo de información el eje fundamental de la vida; información tan ecléctica y antipoética que es perfectamente prescindible y desechable a los pocos momentos de ser emitida y consumida. Las grandes verdades de nuestra espiritualidad siguen leyéndose entrelíneas en los poemas y en las novelas; las visiones que ofrecen de la vida todavía están cargadas de una inigualable intensidad y de una validez perdurable.
El poeta se esmera con el lenguaje para no caer en el tópico y el poema es una manera de pensar la escritura, pero es al mismo tiempo una manera de ordenar su pensamiento en concordancia con su sensibilidad. No sin gran acierto Eugenio Montejo escribió: “Un poeta emprende la recreación del universo con la música y la turbación de su propio pensamiento”.
El poema aparte de palabras en situación estética especial es también tiempo, memoria y existencia atemporal. Si uno quiere indagar en la vida de los poetas sólo hay que leer sus poemas, penetrar esa intrincada selva de tiempo y sensaciones, de emocionalidad traspapelada con las vicisitudes menudas de la existencia, con todo eso que nos rodea en ese lento crujir de los días. Cada poeta nos enseña a palpar la vida desde la belleza nítida de la metáfora. El poeta no es más que ese oficiante de la belleza a través de las palabras.
Luis García Morales es un oficiante consecuente de ese abc del espíritu, es uno de esos poetas escurridizos y cuyo buen desempeño poético ha otorgado a las palabras una límpida precisión. Los poemas de García Morales siempre son el reflejo de algo, de esa introspección que hurga en la vida, en el paisaje, en la existencia como soñada, pero mejorada desde la sensibilidad metafórica:
Cada sombra tiene su sombra desde la infancia
Y cambia sus espejos a la caída del sol
Cada espejo ata mis pies a senderos invisibles
El estiércol resucita en mis manos
Mi valle descosido gime entonces bajo la lluvia
Pero mi cuerpo es la evidencia de una isla
Despedazada
Con memoria
¿Cómo se logra llegar al hueso de algo así? ¿Cómo se consigue, además, que lo simbólico tenga el don fulminante de una revelación? ¿Dónde empieza la literatura, en qué lugar el sueño y la realidad tiene algún peso cuando pasa por el cedazo de un arte poética particular?
Es necesario admitir que la poesía de Luis García Morales posee esa tenue tonalidad de la escritura sin estridencia, de esa poesía que en silencio socava esa realidad donde lo literario tiene su espacio y en la cual el poeta parece sólo esa urgencia de la vigilia sin tiempo:
Lo escrito ya no es futuroSino centella
Lo inminenteAhora es un tenue recuerdo
De acciones olvidadas
La ruta que sigue la poesía de Luis García Morales es esquiva, incierta, pero el producto de esta ruta son unos pocos poemas con esas inequívocas intenciones de ver el destino como un espejo de agua, como un reflejo deforme en ese otro río que es el lenguaje:
VILa lucha del sonido por dejar el silencio
La lucha del granito por parecerse al agua
El agua es el tigre que se deshace en el cielo cantandoEn el cielo de la palabra hay un ángelEn todo ángel un animal palpitaEl celaje del pez despierta en la memoria del pájaro¿Soy acaso este cuerpo de ahora
O ese río de ayer que me habita
El río, el río siempre?
En un ensayo que le dedica Luis García Morales a otro gran poeta como lo es Vicente Gerbasi hay una frase que nunca me abandona y que resume ese canon de perdurabilidad por la palabra poética, una frase certera e iluminada que expresa: “Pasan los hombres pero el hombre perdura”. Pasan los poetas, pero la poesía perdura como testimonio de un fluir constante entre la magia de la palabra poética y el silencio, entre el paisaje como impronta y revelación. No es casualidad que el poeta Néstor Rojas escriba: “Luis García Morales es uno de esos poetas demiurgos que nos reconcilian con la Palabra, que nos devuelven la fe en lo sagrado. Su poesía, siempre intensa y reveladora, tan resplandeciente, nos reúne en el ámbito de lo trascendente: en el espacio-útero (el río) donde alcanzamos la iluminación interior y nos encontramos, otra vez, con aquello que se ha desvanecido, con lo que creíamos muerto: el Paraíso”. En otro fragmento del referido texto a Gerbasi hay una frase reveladora: “Las fulguraciones del paisaje, sus colores, sus penumbras, responden a los signos del paisaje interior”. Paisaje interior que en la poesía del propio Luis García Morales adquiere una musicalidad serena y en la cual el río deja de ser una evocación para convertirse en una desnuda reflexión que trata de reordenar esos fragmentos de lo real donde el ser parece ajeno a la vida y en la cual el paisaje es un vínculo con esos instantes de existencia que fluye en jirones, en desgarrones, en un latido que trata de iluminar a pesar de la tiniebla:
El río siempreA Adriano González LeónEstoy solo a orillas del río
Me visita el terror secreto de la soledad
Hay un fantasma fijo que me habita y me habla
Soy cada vez más extraño a la vida
Soy cada vez más piedra de la herenciaLa ciudad arde bajo un mereyal sombrío
La ciudad arde en una esmeralda de mi memoria
Entro a su sol y escucho su plegaria de granito
El niño que me acompaña escucha
El gemido nocturno de sus muros
Rociados con sangre de vacaEstoy solo a orillas del río
Las aves tejen y entretejen el cielo
Las toninas soplan en los flancos de la marea
Y en la vieja luz de mis huesos
Tanta mirada perdida
Tanta música desconsolada
Brotando como flechas de la memoria
Estoy desprovisto de senderos
Llega un caballo conversando de hojas tiernas
Llega un friso troquelado en cuero de tambor
Llega un tigre que canta en lo alto de una mata
Me vuelvo lejos
Como si la historia nos estuviera soñando
Como si el día fuera sin términoAnte mí pasa una bala
Pasa la página de un libro
Pasa un camposanto
Donde van despidiéndose
Del ayer o del mañana
Mis amigosPasa una mariposa vestida de mi rostro
Me siento mal frente a este hielo
Que se desdibuja
Frente a este humo
Que se deshace y me transforma
Escribo la estrella y desaparece
Escribo el fantasma y es mi olvido
Escribo mi nombre
Y el agua pasa por encima
Lavando su tinieblaEl río
El río siempre
La influencia que la poesía de Luis García Morales ha ejercido sobre varias generaciones de poetas es innegable. El poeta Francisco Arévalo me comentaba que uno de sus libros le hacía un velado homenaje al poeta o, como él mismo escribió: “Para mí Luis García Morales es el poeta que mejor ha trabajado la metáfora que viene siendo nuestro Orinoco, tengo que confesar que uno de mis libros publicados (Más sobre el río) está influenciado por sus lecturas y sobre todo eso que tiene que ver con la construcción mágica de los poemas, y que además le dan cuerpo a una obra que ha quedado para siempre como patrimonio de esa serpiente fluvial que cada día arranca emociones en quienes la admiramos y a la cual le confesamos nuestros tropiezos. Es por eso que para el poeta Luis García Morales el río es siempre, al igual que lo es para mí”.
Es verdad lo escrito por Claudio Magris sobre que “el poeta existe tan sólo cuando sus palabras se han desprendido de él y se revierten en el mundo ofreciéndose libremente a cada quien que las hace propias, nombrando con ellas su propia vida, olvidando el vano nombre del autor y toda su caduca propiedad literaria. El poeta existe en los otros, en los lectores…”.
La poesía de Luis García Morales es prodigioso hallazgo para quien la lee, es memoria fija como una postal pegada en la pared del alma, como un mapa, una brújula para buscar esa metáfora imposible del yo dibujado en el devenir de los días, o como lo expresa el poeta con esa oscura y fluvial claridad:
Allí estoy en el vino de mí mismo
Buscando solBuscando la libertad de los pájaros
En la madera de mi cuerpo
Donde yace el acontecer de los díasY se fija la noche en una sola estrella
Escritor entrecomillas
Escritor entrecomillas
“Aunque soy hombre de letras,
no deben suponer que no he intentado
ganarme la vida honradamente”.Bernard Shaw
no deben suponer que no he intentado
ganarme la vida honradamente”.Bernard Shaw
Cuando algún escritor en ciernes me tiende sus poemas para que los lea y emita alguna opinión, enseguida les remito a Rilke y aquel famoso fragmento de Cartas a un joven poeta en el cual escribe que nadie le puede ayudar ni aconsejar si sus versos son buenos, que es necesario dejar de ver hacia fuera y volver la mirada hacia el interior hasta descubrir qué lo impulsa a escribir, sondear en el sótano del alma y luego preguntarse si es capaz de morir si no le fuese permitido escribir.
A pesar de todo el melodrama rilkiano, algunos no se dejan disuadir con tanta facilidad e insisten, y como no tengo paciencia les aconsejo publicar lo más pronto posible, quizás se desencanten y descubran que, para que exista un buen poeta, es necesario que veinte poetas mediocres impriman su poemas plenos de ripios y lugares comunes.
Cuando comencé a escribir nunca tuve la peregrina idea de que escribiría libros. Formaba parte de un grupo que se reunía cada tarde en un café, cercano a una escuela de teatro, en Valencia. Al llegar la noche nos mudábamos a una tasca. Más que escribir lo que en realidad buscaba era beber (mucha literatura). Vivir/beber literatura en demasiado. Después editar una revista, centrarse en escribir un libro y luego publicarlo son pasos que se fueron dando por azar; hay un engranaje de eventualidades que se ponen en marcha y de repente está ya uno metido hasta los tuétanos en eso que de malas maneras se llama oficio de escritura.
En ese trayecto de aprendizaje es inevitable conocer una fauna variadísima de gente que escribe; un colorido zoológico de individuos (tanto hombres como mujeres) que con regularidad escriben en revistas y periódicos y han publicado algunos libros. Así se descubre que la carrera de escritor no es de cien metros, sino una extenuante carrera de obstáculos, de rechazos, ninguneos, hablillas, camarillas y mafias literarias al por mayor.
Ante esa avalancha hiperquinética de gente que de manera forzada quieren ser escritores, sin mencionar que muchos ni leen los baños públicos, sorprende que dos escritores de talla como Philip Roth e Imre Kertész hayan decidido dejar de escribir. La escritura es una exigencia hostigante, especie de forcejeo sin tregua con las palabras para arrancarles algunas chispas vivificantes de belleza. Aquellos que creen que escribir es sólo mecanografiar/teclear (o googlear, cortar y pegar) palabras, de seguro no conocen ese abismo flaubertiano de la página perfecta. “Todavía quiero escribir solamente tres páginas más... y encontrar cuatro o cinco frases que busco desde hace un mes”. Frases como esta de Flaubert abundan en la correspondencia. En otra cuenta pasó toda una noche en vela por una mísera coma, se levantó en la madrugada mordido por el insomnio y la quitó. A la mañana volvió a colocarla. Truman Capote escribió que empezó a escribir cuando apenas tenía ocho años, que al principio le resultó divertido hasta descubrir que hay una diferencia notable en escribir bien y mal. Después hizo otro descubrimiento más impresionante: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; aquello le resultó un hallazgo sutil, pero brutal, y empezó la autoflagelación para alcanzar la perfección del arte en la escritura. Ante esto cualquier avidez de figuración a la postre resulta banal. Silvina Boschi ha escrito: “Por vocación, por oficio o por afán de figuración, muchísima gente quiere escribir y muchos lo consiguen. Basta con entrar en una librería para darse cuenta. En la mesa de novedades, las filas de libros son infinitas”.
Escribir tiene mucho que ver con la vanidad y los escritores (humanos al fin) no se escapan a semejante ligereza. Muchos escritores ven en eso de escribir libros un medio para labrarse una posición académica, afianzar relaciones sociales o enchufarse como burócrata cultural en el gobierno de turno. Otros lo hacen por figurar, por salir en la foto, robar cámara e incluso tener éxito. No es casual que Gabriel Zaid anote: “Lo importante es tener éxito, no importa en qué, ni cómo. Lo cual es una devaluación del oficio y se presta a confusiones. El arte de escribir, pintar o cantar no es el arte de ser visto y volverse noticia. Si lo importante es el llamado divino a la apoteosis, puedes vivir sin escribir, pero no vivir ignorado por la televisión”.
He leído mucha materia fecal impresa y entonces trato de esmerarme con las palabras, pero sin genio ni talento se escribe lo que se puede y esa maldita casquivana de la musa que no llega, de seguro estará con otro pobre diablo en alguna buhardilla del mundo brindándole sus encantos. También se escribe para mantener algo de lucidez en este manicomio. Escribir es una locura que se trata de esconder. Tengo un amigo poeta que al momento de llenar planillas o responder a la consabida pregunta: ¿Oficio?, responde sin rubor: Albañil. Si contesta (o anota) Poeta en línea punteada, le dicen: “No, en serio, en qué trabaja”. Escribir desde esa orfandad en la que no se es vate de ideas para elevar la moral de la patria, ni estilista del poema para redimir a los pueblos, mucho menos brújula de las bellas letras, es convertirse en un escritor entrecomillas, en un ser inoportuno al que siempre le dan con la puerta en las narices, pero que logra meterse por la ventana. Escribir entrecomillas es esmerarse en aguar la fiesta de los literatos (en mayúscula) y sus egos con güisqui en las rocas.
La escritura en su esencia más honda tiene que ver con esa escrupulosidad encarnizada con las palabras, en ese desvelo por hacer algo especial al utilizar el lenguaje y poder expresar desde la belleza de la escritura toda la miseria y grandeza del ser humano, sus virtudes y monstruosidades; de anotar con inteligencia y sensibilidad un verso, una historia con la capacidad de reconciliarnos con este anómalo y disfuncional mundo.
En lo que a mí toca escribo para hacerle frente a tanto filisteísmo literario, para incordiar a la administración y escribir de todo sin ser maestro en nada. Además, sin la realidad de la literatura esa otra realidad tragicómica de todos los días sería inteligible, sería sólo un vertedero pestilente e insoportable. También está esa respuesta que dio Philip Roth, cuando escribía, a la pregunta: ¿Qué significa para usted sentarse a escribir?: “Llenar el tiempo vacío y molestar a los tartufos”.
miércoles, 16 de enero de 2013
Raymond Roussel, escribir sin imaginación
Raymond Roussel, escribir sin imaginación
Carlos Yusti
La obra de Raymond Roussel posee
cierto toque de vigilia delirante, en tanto que su vida tiene modulaciones
estrambóticas, vaivenes que coquetean con la locura.
Su patético fracaso como escritor
despierta interés quizá por esa obstinación de querer ser un autor de éxito.
Después de publicado su primer libro
salió a la calle y estaba sorprendido (y algo frustrado) debido a que la gente
no lo abordaba para felicitarle. Se sintió un genio incomprendido y aquella
frase de Jonathan Swift le ajustaba a la perfección: “Cada vez que aparece un
genio, todos los necios se conjuran contra él”. En el caso de Roussel los
necios lo ignoraban por completo. Una crisis nerviosa por poco lo condujo a esa
isla de la locura absoluta. En su época un exiguo número de escritores e
intelectuales vieron en él a un creador literario nada común, para el grueso
del público fue sólo un ricachón con ínfulas de ser autor.
Siguió editándose sus libros y
como no quería aceptar las pruebas de no
ser un genio literato adaptó sus novelas
al teatro en otro esfuerzo por acercar su trabajo a un público más amplio y por
supuesto ser reconocido. No obstante toda esa empresa publicitaria sólo fue
otra bufonada sin sentido. Su trabajo literario en el ámbito teatral no corrió
tampoco con suerte y en vez de cosechar el aplauso que todo genio merece desató
la controversia. El público pensaba que el autor se burlaba de ellos. Los
seguidores del escritor por su lado se enfrentaban con ferocidad a ese público
que nada entendía. Roussel a todas luces más que un autor genial se fue
convirtiendo poco a poco en un caso.
Los dadaístas y surrealistas
vieron en Roussel a un precursor de sus postulados estéticos. Incluso André
Bretón quiso que el escritor colaborara con textos para su revista, pero
Roussel estaba ensimismado y confundido. Bretón escribe: “Le pedimos varias
veces su colaboración, pero, por desgracia, no obtuvimos respuesta alguna”.
En su breve fascículo, con tintes
autobiográficos, “Como escribí algunos libros míos”, redactado dos años antes
de su fatal deceso en un lujoso hotel en Sicilia, busca describir las claves y
métodos de su proceso creativo. Intenta explicar los artilugios empleados para
escribir sus novelas y cuentos. En escasas treinta páginas explica que su
técnica de escritura estaba basado en la combinación de palabras similares,
pero con significados distintos. La combinación de dichas palabras le permitía
obtener dos frases idénticas. Luego con dichas frases se disponía a redactar un
cuento que se iniciara con una de las frases y terminara con la otra. Vilas
Mata Escribió: “Me pareció asombroso ayer volver a observar cómo en Roussel las
combinaciones fonéticas funcionan perfectamente como una sintaxis incesante y
un modo arbitrario y a la vez riguroso de darle forma a los textos, de darle
sentido a todas esas historias que no salen de la vida, sino de la cibernética
particular que inventó en su laboratorio de las persianas bajadas”.
Sus libros tienen mucho de
máquina lingüística, mucho de relojería léxical. Acaso si hubiese asumido la
literatura con menos rigor no habría sufrido tanto. Escribió sólo por su
desquiciada avidez de éxito y su conclusión al final coloca todo en
perspectiva: “Sólo he conocido en mi vida la auténtica sensación de éxito
cuando cantaba acompañándome al piano y sobre todo cuando hacía imitaciones de
actores o personas conocidas. Al menos en estas ocasiones mi éxito era enorme y
unánime”. La frase encierra cierta clave y una desolada resignación.
Los libros de Roussel
pavimentaron el terreno de las posibilidades de la literatura más allá del
escribir bien o mal, más allá del éxito o el fracaso. De la literatura como
experiencia lingüística irrepetible. Del escritor realizando malabares con las
palabras y despertando en otros creadores la imaginación un tanto dormida.
Roussel hizo lo que pudo a la hora de escribir y sus libros como Locus Solus e
impresiones de África, son hoy por hoy un desván de objetos, banales o
extravagantes, que bien valen un tanteo exploratorio.