Un escritor tapa amarilla
Carlos Yusti
Como viajero frecuente
del transporte público escuché a dos damas conversar. Una le decía a la otra:
“Te acuerdas de Manuel, con el que salía; bueno en la cama resultó todo un tapa amarilla”.
Hubo un tiempo, lejano, muy lejano, en la que los anaqueles
se vieron invadidos por unos productos de limpieza (cloro, desinfectantes,
etc.) carentes de marca y cuyo único distintivo era una tapa de color amarillo.
Eran más económico y su calidad era un tanto desigual. Se hizo común utilizar
lo de la tapa amarilla como signo de calidad dudosa, o sin ningún rasgo sobresaliente.
De pronto recordé a Rafael Bolívar Coronado (1884-1924)
¿Hay un escritor más estrambótico, atronado y alucinante que el autor de la
letra del Alma llanera?. Si tienen interés en conocer los entretelones de un escritor
que rompe los esquemas, de un polígrafo inverosímil deben leer el libro de
Rafael Ramón Castellanos, Un hombre con
más seiscientos nombres(Rafael Bolívar Coronado) o el libro El hombre que nació para el ruido. Biografía
de Rafael Bolívar Coronado, de Oldman Botello.
Sus pecados como escritor fueron muchos, pero el peor quizá
sea la letra del Alma llanera.
Escribió con un buen número de seudónimos (más de 600 si se consideran los
datos investigados por Castellanos), sin mencionar que usurpó la identidad de
otros escritores para estamparlo a sus libros, cuentos y artículos.
Nació en Villa de cura, estado Aragua. Su madre fue
Emilia Coronado y su padre Rafael Bolívar quien fue escritor costumbrista que
ejerció el periodismo a la vez que era comerciante y político. Coronado comenzó
a escribir en los periódicos de su localidad. Pronto buscará nuevas rutas para
su inigualable talento como trampista y buscavidas profesional. Ah, claro y como
escritor nada convencional. En Caracas sus textos consiguen espacio en
diferentes revistas y diarios. Escribe cuentos, crónicas, artículos e incluso
una zarzuela (Alma llanera) en un
acto y tres cuadros, con una sobredosis de clorofila y campo, que se representa
con música de Pedro Elías Gutiérrez. El éxito de la pieza fue relativo, pero la
música era un tanto pegajosa. Obtuvo incluso un premio como cuentista con
jurado de lujo: Santiago Key-Ayala, Jesús Semprum y Laureano Vallenilla Lanz.
Coqueteó con la dictadura de Juan Vicente Gómez y gracias
a sus contactos en el régimen consigue dinero para embarcarse a España. En
Madrid, luego de algunos meses, rompe sus nexos con sus antiguos aliados. El
poeta Francisco Villaespesa, director de la revista Cervantes, lo recibe y le ofrece trabajo como corrector. La revista
se edita y todos los escritores que en ella colaboraron montan en cólera. Los
textos no fueron corregidos y salió plagada de errores. Como es lógico
Villaespesa molesto lo despide. La excusa del escritor es que él en verdad no
sabía un ápice de corrección, pero necesitaba el trabajo. Coronado debió ser un
tipo hábil con el verbo. Quienes le conocían sabían a todas luces que era un
mitómano y un escurridizo embustero, sin embargo sus cuentos e historias (sin
asidero real por supuesto) eran cautivantes. Villaespesa le perdona debido a
que le gustan sus salidas ingeniosas y sus historias siempre chispeantes. Escribía
crónicas de viaje sin moverse de Madrid. Describía al detalle costumbres,
sitios (sin equivocarse) de ciudades españolas que nunca había visitado. Hay
que considerar que hizo esto sin el Internet y de seguro debió meterse por
horas en alguna biblioteca para recabar información. No cabe duda que debió
tener una mente prodigiosa.
Sin amigos ni empleo y perseguido por los patriotas
cooperantes del gomecismo está decidido a no regresar al país y se declara antigomecista,
revolucionario y anarquista. El percance con la revista Cervantes no le sirve de escarmiento ni nada que se le parezca.
Para conseguir dinero, o “para sacarle las telarañas a las muelas” como escribiera
con lacónica ironía, urdirá nuevas triquiñuelas, pero todas circunscritas al
ámbito literario.
Por ese tiempo Rufino Blanco Fombona dirige la Editorial América y una de sus
secciones es La biblioteca americana de
historia colonial. Fombona lo emplea en la editorial y pronto Coronado
comienza a desempolvar manuscritos (alrededor de siete) escritos por cronistas de
la colonia en la Biblioteca Nacional y con esmero los copia para ser editados.
Rafael Ramón Castellanos escribe: “Lo que ignoraba Blanco Fombona es que había
sido engañado, ya que no existían los autores de tales libros ni los añejos
originales, pues fueron producto de la mente de Bolívar Coronado, quien confesó
mucho tiempo después ésta y otras travesuras literarias, como creador de obras
apócrifas”. También para la misma editorial escribió El llanero adjudicándoselo a Daniel Mendoza e hizo lo propio con Letras españolas de Rafael María Baralt
y Las obras científicas de Agustín Codazzi.
La acotación de Castellanos es oportuna: “…pero no puede pasar inadvertida la
encomiable circunstancia de este hombre que en tres o cuatro semanas era capaz
de producir textos que, por mal o por bien, le aseguraron a ser digno de una
biografía”.
Pero estas trapacerías literarias no era tan ingenuas
como la de la revista, sin mencionar que Blanco Fombona no era una caricatura
de escritor. Era un fortachón de irascible carácter, pendenciero armado con
fama de duelista y uno que otro muerto. Descubierto el timo Fombona buscó
afanosamente a Coronado por Madrid para reclamarle con una bala entre ceja y
ceja, pero este había huido a Barcelona. Para vengarse Fombona, publicó Memorias de un semibárbaro en la
Coronado hace un recuento de su desencuadernada vida. Como era de esperarse
allí le atribuye frases a escritores connotados que son de su invención nítida
y galopante.
En Barcelona recurre a las antologías poéticas para
redondear su trabajo como articulista de prensa y corresponsal de guerra. Con
su estilo inconfundible nunca estuvo en el frente de batalla. Se iba al puerto
disfrazado de bucanero venido a menos y conversaba con los marineros que si
estuvieron allí y armaba las crónicas. Daba datos de bajas, número de
combatientes, estrategias militares de ambos bandos y nunca se equivocaba. Las
antologías poéticas se denominan “Parnaso” y recopiló varias: El Parnaso Boliviano, El Parnaso Ecuatoriano
y El Parnaso Costarricense. También
llevó a cabo una antología de poetas americanos. Cuando le faltaba algún poeta
sencillamente lo inventaba y con él sus poemas. Pasada la página de los
“parnasos” escribe artículos y entradas para La Enciclopedia Universal
Ilustrada Europeo-americana de Espasa-Calpe.
Coronado fue un escritor inigualable del pastiche. Su
estilo cortaypega llega incluso a
imitar sin rubor al escritor Arturo Uslar Pietri, lo que dice bastante de su
osadía creativa. Era un adelantado en eso de la hipertextualidad. Escribía
cualquier género y hasta hizo lo propio con dos libros infantiles: Los cuentos de Fernandillo y El baúl maravilloso. Incluso redactó un
biografía, a dos manos, sobre Lenin (Vladimir Ilich Ulianov), quien por esos
años todavía no despuntaba como una figura sobresaliente en la foto de la
revolución rusa.
Lo que siempre me ha intrigado de Coronado es su desapego
a escribir una obra. Derrochó esfuerzo, tiempo y talento escribiendo textos
espurios y obras apócrifas sin otro fin que el de ganar algunas monedas. Esta
actitud despreocupada por la alta literatura lo hace actual y lo acerca bastante
al dadaísmo, al surrealismo y a ese grupo experimental OuLiPo: “(acrónimo de Ouvroir de littérature potentielle, en
castellano Taller de literatura potencial) es un grupo de experimentación
literaria creado en 1960 y formado principalmente por escritores y matemáticos
de habla francesa” (el maestro Wikipedia dixit). OuLipo asumió la literatura como un juego combinatorio, especie de rompecabezas
cambiable en contraposición de la literatura formal un tanto tiesa, pero utilizando
con creatividad el pastiche, el lipograma (que no es más que escribir eludiendo
una determinada letra), el S+7 que es tomar un texto escrito por otro autor y a
cada sustantivo encontrado sustituirlo, de manera deliberada, por el que
aparece en séptimo lugar en el original o en un diccionario cualquiera. Esta
manera de asumir lo literario desde la invención y el descubrimiento, como lo
postularon en uno de sus manifiesto, fue para no apegarse a recetas gastadas,
para darle otra una vuelta de tuerca a los géneros y otorgarle un descanso a la
inspiración para crear desde ese costado de inventiva imaginativa y tener el
texto como un aparato desmontable que se crea y volatiliza sobre la marcha. Para
Coronado la literatura era también un divertimento que se podía alterar,
agregar, combinar (estilos, frases, modos, estructuras, etc.) y crear algo
distinto; quizá no con la calidad del obsesivo meticuloso, sino más bien con esa
pasión del quisquilloso curioso y risueño.
Coronado siempre estuvo consciente que esta escritura de
toma y daca no cumplía con los estándares de calidad necesario, pero él tenía
como acicate su estrechez económica. Escribir era sólo un trabajo a destajo.
Escribía con una efervescencia de poseído
y con regularidad
redactaba en una mañana seis o cinco artículos; luego los enviaba para
distintos periódicos españoles. Cada texto era firmado con algún nombre
inventado. Coronado sabía que este trabajo duro e impaciente de calderilla era
efímero. Las musas lo visitaban mucho y le mostraban sus encantos, pero él
escribía como un perturbado sin plazo, sin tiempo desechando la inspiración y
practicando eso que Arturo Pérez–Reverte
denomina como “el plagio entreverado y el picoteo de lo ajeno”. Tuvo claro que
su escritura tapa amarilla no era
para la posteridad, sino para resolver el día a día. En una carta al referirse
a las antologías poéticas escribe: “Estas antologías las hice en poco menos de
veinte días; ¡considere usted como habrán quedado! Más estos horrorosos pecados
me los absolverá usted al evocar el principio alemán cuando el brusco
levantamiento de Bélgica: la necesidad
carece de ley. Y más si se entera usted que yo carecía de todo”.
Nunca comprendí a cabalidad esa paranoia de Coronado por
ser muchos escritores para al final no ser ninguno. Se ocultaba ( o mejor dicho
ocultaba su obra) con una suma suculenta de seudónimos, voces y heterónimos,
que Fernando Pessoa haga su cola respectiva y se quite el sombrero. Coronado
estaba en ese estadio conceptual, algo así como esos artistas conceptuales
actuales, los cuales se interesan no tanto por la obra en sí como por la idea
que la motoriza. Coronado estaba en esos abismos. Si duda especulo y quizá sólo
escribía por eso de la paga, pero no es normal que pasara horas escribiendo
libros, artículos, crónicas y reportajes para ganar unos pocos centavos. Tenía
que haber algo más de fondo.
Ficharlo como un escritor raro sería lo más benevolente,
pero tampoco encaja del todo en los parámetros si se revisa lo escrito por
Cecilio Alonso en su texto Sobre la
categoría canónica de raros y olvidados: “El concepto de la rareza
literaria tiene un precedente en el Rubén de Los raros (1896). Raro
en toda la extensión de la palabra, es no canónico, no aceptado en su
contemporaneidad: Verlaine, Lautréaumont, Ibsen, Nietzsche en 1896 eran desconocidos
para la mayoría de los lectores hispanos y hoy son indiscutibles en el canon
occidental. La excelencia de aquellos predestinados se confirmó con el tiempo.
Pero, raro es también quien se prodiga poco, quien se esconde o no congenia con
la común opinión de críticos y lectores, lo que comporta cierto grado de
autoexclusión que conduce al olvido. Ahora bien, poquísimos escritores, por
rebeldes que sean, suelen renunciar a la pequeña porción de gloria que pueda
proporcionarles su propia rareza. Sin contar que cuanto más raro más original”.
Ahormarlo en esa recuadro de escritor de culto tampoco es
hacerle un favor, además para eso ya tenemos al friki pavoso (aparte de gomecista) de Ramos Sucre, cuyo insomnio y
sus poemas escritos con diccionario y enciclopedia universal le ha permitido
salir del armario del olvido y colarse en nuestros cibernáuticos días.
Coronado, hay que decirlo, es nuestro escritor maldito por
excelencia. Echó por tierra esa pomposidad vanidosa de ser autor de una obra,
de ser el comodín letrado a la diestra del poder, de convertirse en el
secretario acucioso de la sociedad, o en el peor de los casos en el mecanógrafo
tarifado que escribe sin faltas ortográficas ni políticas para no inquietar a
la administración. Era un artesano de la escritura, un jornalero de las
palabras y su meta fue malvivir de escritor a tiempo completo. Era un maldito
con una desazón quemante y la cual sobrellevó con un humor desfachatado de encantador
de serpientes. Era un escritor que perfectamente puede formar cofradía con ese
grupo de escritores malditos que han atravesado la literatura sin tiempo. Leila
Guerriero ha escrito que a los escritores malditos “los une, a veces, esa
materia que se llama olvido, esa cosa esquiva que se llama genio, y una forma,
muy humana, del desasosiego, de la insatisfacción y de la rabia.” Coronado
cumple con el perfil. En él hubo como ese punto de quiebre que lo impulsaba o
como lo dijo la misma Leila en una entrevista: “Los malditos tienen que tener, inevitablemente, un punto de
tortura interna, estar a la intemperie, ser frágiles para resolver cuestiones
que a otros no les cuesta demasiado, un retorcijón fuerte de la conciencia, del
ánimo, una sensibilidad exacerbada, son sobrevivientes de ellos mismos, gente
muy arrojada a los lobos…”
Coronado supo defenderse de la jauría de lobos de su
tiempo, tanto exteriores como internos. Entró en ese laberinto de la escritura
y no salió jamás, se perdió en su euforia de nombres y voces. Fue muchos
escritores y ninguno. Fue un hombre dotado con un enorme talento para escribir,
pero nulo para ser un autor de gloria póstuma. Dotado de un luminoso ingenio
para el timo literario, para el cuento oral y la mitomanía. El éxito literario
nunca fue el incentivo de su trabajo, era algo más. Su obra, si es que la hubo,
se ha desencuadernado en muchos nombres, se ha desparramado en mucho poeta
inventado, en mucha enciclopedia olvidada. Su vida tiene la fetidez de un folletín
de aventuras, sin duda lo único salvable. Fue un escritor tapa amarilla, pero con
un malditismo fuera de serie y una genialidad extravagante. Quizá a futuro se
convierta en una atracción insólita e importante de nuestro circunspecto circo
de acróbatas (para conseguir premios), contorsionistas (para colarse en la foto
con el poder), equilibristas (para ser ni fu ni fa), hombres bala (dan en el
blanco para la zancadilla), magos (desaparecen a los enemigos en las
instituciones culturales), malabaristas (con las becas y las prebendas
culturales), tragasables (tragando grueso para no opinar), etc., y que algunos
con ridiculez pomposa de selfie
llaman letras nacionales. Ante
semejante panorama se debe colocar a Coronado en un altar, como joda claro,
para amargarle el día al dueño del circo.