“No
se sorprendan de mi silencio: el motivo principal es que nunca encuentro nada
interesante que contarles. Viviendo en uno de estos países nunca hay nada que
contar. Desiertos poblados de estúpidos negros, sin caminos, sin correos, sin
viajeros: ¿qué queréis que les escriba?...”
(Arthur Rimbaud, Cartas Abisinias, Harar, 25 de febrero de 1890)
Carlos
YUSTI

Así
estuvimos tres o cuatro años como un
grupo asiduo en la ciudad cultural de Valencia, nuestro anonimato era nuestra
fortaleza y aunque todos escribíamos poemas y cuentos nos importaba, como grupo
se entiende, era encontrarnos para
compartir nuestro descontento y cierto desgano hacia una literatura y una
actividad cultural muy apegada a las normas establecidas, al boato
universitario y a ese discurso municipal del orden (o las buenas maneras) y que
despreciaba/desechaba nuestros escritos en sus revistas, en sus páginas
literarias muy ordenadas y bostezantes, donde todas las palabras eran pescadas
con cuidado del gran diccionario de la literatura convertida en artefacto
arbitrado y especializado, en puente de tráfico de influencias para enchufarse/acomodarse
en ese gran engranaje cultural de papeles literarios y revistas de literatura.
Todo un tanto asqueante, achacoso y vomitivo.
El
grupo estuvo integrado por Judith Pezzente, Humberto Gonzáles, José Vicente
Arcila, Juan Aponte Celis, Argenis Azuaje, Gersón Barrientos. Como constantes
compinches estaban Alida Gonzáles, Alexis Gonzáles y una buena lista de
cómplices colaboradores. Nuestras conversaciones se inyectaban con una
sobredosis de nicotina y no sólo la literatura nos resultaba aburrida, sino la
política donde todo se resumía a una farsa teatral con un libreto escrito por
secretarios de segunda. En el mar de la utopía política navegábamos a las mil
maravillas. Éramos unos suicidas que nunca encontraron su vena ni la navaja
oportuna. Mientras en otros grupos (similares al nuestro) algunos de sus
miembros se abrían las venas o se arrojaban del quinto piso de algún edificio,
nosotros seguíamos atornillados al madero de la literatura, más voceada que
escrita, aferrados como plantas parasitas al frío metal de la página en blanco,
la ilusión de que a futuro mancharíamos páginas y páginas con nuestros gusanos
tipográficos nos mantenía “al filo de la navaja”( y en ese tiempo
despreciábamos a rabiar a William Somerset Maugham).


Asiduos
lectores de Vallejo, Rimbaud y Cortázar
como grupo sabíamos que nuestro norte no era ser comparsa de ese mundillo
literario de Valencia tan godo y de apellidos. Teníamos presente ese fragmento
poético de Cortázar: “La lucha
de un
puñado de pájaros contra la Gran Costumbre.”
Íbamos con dientes y garras a
por la Gran Costumbre. Por otra parte asumimos al pie de la letra eso escrito por el gran cronopio: “Toda poesía
que merezca ese nombre es un juego…” Asumimos ese juego desde lo excrementicio y lo bizarro.
Logramos
editar 4 números de la revista ZIKEH y estuvimos casi cinco años bebiendo y
escribiendo como posesos. Al final hastiados y con los hígados lesionados
decidimos separarnos en rabiosos términos y aunque quedamos como amigos cada quien
fue a lo suyo y nos largamos a una Abisinia (de metáfora y mampostería falsa)
para olvidarnos de la poesía y volvernos hombres de bien con la pierna del alma
amputada.

Ahora
que veo a distancia la travesía de los Animales
Krakers y su revista Zikeh presumo
que se trató de un momento de urgencias existenciales, todo un tanto lleno de
azar y nausea sartreana. Nunca escribimos un manifiesto, jamás caligrafiamos el
rosario de nuestros principios, mucho menos tallamos en roca nuestros
postulados. Fuimos un grupo literario atípico sin ínfulas artísticas o
literarias. Necesitábamos quemar el momento, militar en la inutilidad llana y
simple. Para que todo resultara profundo y con cosa le dimos algunos brochazos
de poesía, cuento y ensayo, pero en realidad íbamos dejando el talento en esos
días sin huellas y en la página solo fuimos dejando nuestra sombra rupestre y
sin trascendencia. Como grupo literario nos esmeramos en acicalar nuestra pose
a contracorriente, nuestra pose váyase
todo a la mierda. Todo tenía algo de performance, de arte efímero.
Descuidamos las palabras y en vez de escribir literatura estábamos preocupados
en saldar cuentas con nuestros demonios mal hablados y peor escritos.
Hoy
los grupos literarios son hojas amarillentas en las hemerotecas, anotaciones
nerviosas en algún blog. En lo personal creo que el grupo para todos sus
integrantes fue una terapia, un diván para acostar nuestras obsesiones
literarias y de otro tipo. Todos salimos ilesos, dentro de lo que cabe
(esperar), de dicha experiencia. La poesía duele menos cuando se vive (y se
bebe) que cuando se escribe. El escritor siempre anda de puntillas en el filo
de las palabras con ese peligro latente de caer en el abismos y los otros
integrantes lo detectaron a tiempo y arrojaron las hojas en blanco a la
papelera para salvarse en el silencio, de ese terrible silencio sin escritura
que prolifera cuando no hay nada que contar y cuando la Gran Costumbre toma la palabra.