Carlos Yusti
Releyendo
a Truman Capote estos días, con el regocijo de diciembre en los huesos,
encuentro que la perfección literaria tiene un mecanismo de gran delicadeza y
si se quiere un tanto insólito, especie de filigrana que muchas veces pasa
inadvertida. La relectura del libro Música para camaleones me enfrenta
de nuevo con el mejor Capote; creativo, audaz y que decide darle otra vuelta de
tuerca a lo literario e intentar descubrir el latir de la realidad, o esa
música inesperada que tiene la vida en sus distintos escenarios, registros y
facetas.
El
libro no es de cuentos, ni de crónicas, ni de entrevistas y mucho menos un
guión de cine, pero Capote los mezcla con una maestría imperceptible, con una
desenvuelta carga de inteligencia y humor para descubrirnos un universo
cotidiano que entre sus pliegues esconde una excelente porción de ficción y que
Capote deja al descubierto con sobrio y trabajado estilo.
Cuando
Capote escribió el libro gran parte de su etapa como escritor estrella estaba
quemada. Su adicción a las drogas y al alcohol habían desgastado su espíritu
creativo y se sentía en una especie de foso, de recuento e introspección.
En
el prefacio del libro Capote ofrece pistas sobre su periplo creativo y sobre su
visión con respecto al arte literario. Anota que empezó bastante joven a
escribir. En sus inicios la vanidad lo hizo ver que eso de escribir era
divertido y hasta asumió la profesión con cierto desdén frívolo. Después a
fuerza de caídas y tropezones escribe aquella frase icónica: “Cuando Dios le
entrega a uno un don, también le da un látigo, y el látigo es únicamente para
autoflagelarse”. Luego descubre la diferencia significativa de escribir bien y
de escribir mal hasta percatarse de la deferencia entre escribir bien y el arte
verdadero. Desde ese momento no hará descansar el látigo.
Con
algunos libros ya publicados Capote sigue buscando la perfección artística y
encuentra una frase de un personaje de Hanry James, especie de escritor en los
albores del crepúsculo que se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que
podemos, el resto es la demencia del arte”. Capote, que ya ha tanteado
suficiente en la oscuridad, comprende que para salir de esa demencia del arte
debe asumir riesgos. Volver sobre sus pasos de escritor y analizar.
Releyó
todo lo que había publicado para al final descubrir sus fallos, sus aciertos y
barajar desde esta perspectiva de autocritica la posibilidad de hacerlo mejor,
de combinar los géneros o como él lo escribió: El problema era: ¿Cómo puede un
escritor combinar con éxito en una sola estructura - digamos el relato breve-
todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias? Pues ésa era la
razón por la que mi trabajo a menudo resultaba insuficientemente iluminado; no
faltaba voltaje, pero al adecuarme a los procedimientos de la forma en que
trabajaba, no utilizaba todo lo que sabía acerca de la escritura: todo lo que
había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía,
relato breve, novela corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores
y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos
apropiados, para utilizarlos simultáneamente.”
Todo
este buceo por las profundidades de sus obras lo llevó a constatar que todo lo
que había narrado/escrito hasta ahora lo había hecho desde afuera, se paseaba
en lo escrito sin ser notado. Esto lo condujo a considerar que era necesario
ser un actor más en el escenario de la escritura y así surgió una novela breve
(Ataúdes tallados a mano) y un conjunto de textos magistrales que
conformaría ese libro misceláneo que es Música para camaleones, ese
puzzle de literatura con géneros superpuestos y llevados al fondo para
aprovechar todas la posibilidades de cada género y conseguir narrar la vida
desde ese costado de melodía exquisita.
Releyendo
cada texto otra vez puede el lector descubrir belleza, intriga, horror e ironía
con un puñado de personajes (en apariencia normales) provistos de una magia
inesperada.
Cada
escrito de Música para camaleones es redondo, espontaneo, pero detrás de estilo
natural y realista hay un relato que lleva al lector hacia el otro lado del
espejo de una realidad banal, en ocasiones atroz, pero con una indiscutible
carga de embrujo que deleita y toca de alguna manera al lector.
Está
por ejemplo la aristócrata del relato que da título al libro y su raro espejo
negro, sin mencionar que un grupo de camaleones que viven en la casa son
extasiados oyentes de música clásica. Está ese otro texto titulado “Un día de
trabajo” en la que Capote acompaña a una inmigrante trigueña clara a su trabajo
como domestica independiente de apartamentos a varios clientes. Mientras la
señora realiza sus labores Capote descubre las vidas deshilachadas de quienes
allí viven, escudriña en los baños, en los objetos personales o en las
bibliotecas. También está ese inmejorable retrato titulado , “Una
adorable criatura”, que le hizo a
Marilyn Monroe. Capote con lentitud quita ese velo mítico de leyenda que la
oculta y descubre a una mujer frágil, a una sublime criatura; insegura y con
las ojeras negras del desamor y la soledad.
Capote
con su libro Música para camaleones alcanzó la cúspide de la maestría
tanto como narrador y como gran observador de la vida que en realidad fue. El
libro cierra con una autoentrevista perversa y algo retorcida: “… aún no soy un
santo. Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio. Claro que
podría ser todas esas cosas dudosas y,
no obstante, ser un santo. Pero aún no soy un santo; no, señor”.
Quizá
con lo textos escritos en ese libro alcanzó cierto grado de redención como
artista, su nicho de santidad y perfección; por supuesto una singular santidad
como escritor por aquello que expresó Bernard Shaw cuando le preguntaron si
creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia y contestó: “Todo libro que
vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu”. Música para
camaleones es un libro para ser leído y releído varias veces; en sus
páginas hay altas dosis de espíritu y de indiscutible perfección artística.