Un cigarro mientras llueve
Carlos Yusti
Mi padrastro que era español cultivó con fruición los vicios del tabaco y el licor, pero desde hace bastante tiempo venía de regreso de todo eso, sólo el cigarrillo acompañó hasta su muerte. Un día me dijo que el hombre se fortalece no en la virtud, sino en el vicio. No dejarse borrar por los vicios define el carácter, edifica tu personalidad. Palabras muy suyas que he tratado de cultivar algunos vicios, aunque el tabaco no es uno de ellos. Fumo pipa (o un habano) de vez en cuando, del resto sólo respiro el aire canalla de la calle con su contaminación a tope respectivo.
Desde el poder eclesiástico y político siempre han querido delinear la vida de los ciudadanos, siempre han buscado imponer una moral, impuesta a veces de manera violenta, por el bien del colectivo. La labor parece loable, pero aquellos que intentan imponer conductas de virtud a veces no son los más indicados ya que el closet de muchos políticos y de muchas personalidades de la iglesia no es tan pulcro. Muchos practican eso de la virtud pública y crimen privado. Desde el Ministerio del comercio de tinieblas se decretan leyes y normas para cuidarnos y sumirnos en esa oscuridad donde la personalidad anda a tientas
y semiparalizada convirtiendo la existencia en una película horrible de zombis obedientes. Implementan el miedo y la vigilancia para convertir a todos los ciudadanos en no-fumadores. Las cajetillas traen fotos horribles de todos los daños del tabaco y no conforme con este terrorismo gráfico también quieren convertir a la sociedad en espía de sus conciudadanos, en informantes y delatores. Han dispuesto una línea para que cualquiera llame y denuncie a quienes fumen en esas zonas excluyentes, pero libres de humo. Manuel Rodríguez Rivero ha escrito: “el miedo y la vigilancia permanente se están convirtiendo en los más eficaces instrumentos de la nueva mercadotecnia política”. Nadie fuma, pero el miedo y la delación se distribuye democráticamente y felices todos.
En esos días de bohemia literaria, con varios poetas y escritores, visitaba algunos antros envueltos en la neblina azulosa del humo y la música llorosa de una rocola que exhala la voz de Felipe Pirela: “Un cigarrillo, la lluvia y tú/ Me trastornan/ Dejo mis labios sobre tu piel /Me vuelvo loco”. Mis ídolos literarios como Camus y algunos otros salen en algunas fotos sosteniendo un cigarrillo cuestión que les agrega un cierto toque terrenal. Una novela, que en su momento me resultó infumable, fue La conciencia de Zeno de Italo Svevo. Su tema, un tanto banal, refiere la odisea de su protagonista Zeno Cosini, de cincuenta y siete años, fumador empedernido que se somete a sicoanálisis para dejar de fumar. El médico que lo trata le dice que escriba una especie de diario para encontrar la raíz de su adicción. Así el lector se adentra en la conciencia y en el inconciente de un hombre común, de un héroe de nuestro tiempo algo complejo, escurridizo y que al final es como la caricatura de un hombre que toma conciencia de su vida a través de un vicio rutinario: “El doctor a quien hablé de mi propensión a fumar, me dijo que iniciara mi trabajo con un análisis de ella:
—¡Escriba! ¡Escriba! Verá cómo llega a verse entero. En realidad, creo que del tabaco puedo escribir aquí, en mi mesa, sin ir a soñar en la tumbona. No sé cómo empezar y pido ayuda a los cigarrillos, todos tan parecidos al que tengo en la mano. Hoy descubro algo que ya no recordaba. Los primeros cigarrillos que fumé ya no están a la venta. Hacia 1870 teníamos en Austria esos que se vendían en cajetillas con el sello del águila imperial. Ya está: en torno a una de esas cajetillas se agrupan al punto varias personas con rasgos suficientes para sugerirme su nombre, pero no para conmoverme por el inesperado encuentro. Intento obtener más y me voy a la tumbona: las personas se desdibujan y en su lugar aparecen bufones que se ríen de mí. Vuelvo a la mesa desalentado”.
Gay Talese, aquel ducho periodista que forma parte de la camada que inventó eso que ahora es viejo como el nuevo periodismo, escribió una crónica bastante ilustrativa sobre como saca a pasear su cigarro y que finaliza con su impecable estilo periodístico: “Cuando América no está librando una guerra, el deseo puritano de castigar al prójimo tiene que desfogarse en casa, explicaba hace años la escritora Joyce Carol Oates, refiriéndose a la censura literaria. Pero esto se aplica a las restricciones de todo tipo, incluidos los actuales edictos contra mi humilde cigarro... de cuyo humo brota todas las noches mi paranoia, que no se esfuma ni cuando le doy la última fumada y arrojo a la calle la colilla, indicándoles a los perros que el paseo al aire libre de por las noches ha tocado a su fin”.
Uno que otro domingo salgo al pasillo del edificio a fumar una pipa. En algunas ocasiones llueve y por supuesto me acuerdo de Felipe Pirela y de esa poema extraño de Vladimir Holan: “Cuando llueve en domingo y tú estás solo, /completamente solo,/ abierto a todo, pero no llega ni el ladrón y no llama a la puerta ni el borracho ni el enemigo; /cuando llueve en domingo mientras tú estás abandonado /y no comprendes cómo vivir sin cuerpo /y cómo no vivir puesto que tienes cuerpo;(…)”
Los fumadores van quedando relegados, excluidos. Últimos solitarios perdidos en las cavilaciones del humo de un cigarrillo que se consume. Fernando Savater lo ha escrito desde la ironía: “…padecemos hoy una conjura de salvadores para redimirnos de nuestros vicios y nuestras devociones, en la que confluyen una derecha que tiene de liberal lo que yo de obispo y una izquierda torpe…” Mientras la conjura de salvadores llega a mi puerta enciendo un tabaco para esperarlos en esa tranquilidad pasajera del humo.