Carlos Yusti
La
iniciación a la lectura tiene varias etapas. En mi caso comenzó por las
comiquitas de los diarios, las novelitas vaqueras, luego las
policiacas y al final del túnel estaba esa luz impecable, lúcida y límpida de
los clásicos. Sthendal fue el primer autor de fuelle que leí con deleite. Luego
cuando mis hormonas despertaron mi curiosidad mi atención se centró en
determinados libros marcados como prohibidos. El Decamerón y
las novelas del Marqués de Sade me proporcionaron esa otra dimensión de la
literatura que se extralimita, que pisa la grama de los prejuicios y dogmas
preestablecidos por el poder eclesiástico o político.
La
censura tiene variadas aristas y muchas veces se vale del guirigay leguyérico
para asestar sus golpes. Escribir es siempre exponerse, es quedar al
descubierto y ser presa de la censura y demás florituras recalcitrantes de
ciertos personajillos del poder político (o de la casa cural de la parroquia)
que buscan por todos los medios que la escritura sea incolora, indolora y
carente de faltas y erratas políticas.
Mis
encuentros con la censura tienen menos de tragedia y más de teatro de
equivocaciones cómicas. Cuando cruzaba en bicicleta mis 16 años edité con otros
amigos (“Animales Krakers” se llamaba el grupo) una revista con pretensiones
literarias (tenía más pretensión que literatura por supuesto), pero que en el
fondo sólo buscaba pasarse de la raya. Su estilo escatológico y bilioso fue su
marca de fábrica.
La
revista era una burla a todas esas revistas literarias modosas y telarañosas
que cuidaban con esmero la ortografía y el estilo literario en pedante y que,
como era lógico, jamás publicarían nuestros textos primerizos. La revista tenía
ese tufo de pared de baño público: dibujos, groserías, poemas. Rimas jocosas y
aforismos veloces impregnaban sus páginas e incluso a los 500 ejemplares del
segundo número en una de sus páginas, que tenía el dibujo de una mujer desnuda,
le encolamos pelos reales obtenidos en una peluquería. La crítica tardó, pero
llegó como un dardo y se publicó en un periódico: “La publicación recoge
relatos, poemas, artículos de opinión de sus integrantes y colaboradores y, del
comienzo al fin, una muy abundante porción de penes, senos, vaginas “adornadas”
con pelos no sabemos de qué procedencia al lado de otras muchas menudencias.
(…) Con los “Krakers”, con sus ideas, decimos (y con quienes andan en la misma
onda dentro o fuera de “Krakers”) que el arte y la literatura siguen amenazados
con estancarse”.
Quisimos
responder, exponer nuestros argumentos, pero no hubo manera y entonces
comprendí lo escrito por Voltaire que la peor desdicha para el escritor es ser
juzgados por necios. Además, los necios a veces van lejos: “Sobre todo cuando
el fanatismo se une a la mediocridad, y a la mediocridad el espíritu de
venganza”. Lo cierto del caso es que quienes firmaron ese texto contra los
Krakers siguen en sus hazañas de censuras y como sapos cooperantes del régimen
de turno.
En
otra oportunidad escribí en un periódico un artículo titulado “mujeres”, en el
cual alababa el espíritu creativo de algunas mujeres, pero en algún aparte del
texto incluí la frase de un amigo que me dijo que algunas mujeres nunca
superaban la etapa de Harpía. Esto ofendió a un grupo de damas. A los pocos
días me telefonearon del periódico que habían respondido a mi escrito, pero el
diario no quería publicarlo por considerarlo bastante ofensivo. Me opuse, si
algunas mujeres se sintieron afectadas en su dignidad era lógico que me
pusieran en su sitio. El artículo se publicó y resultó un cactus espinoso,
vengativo e insultante en el cual me llamaron chulo, homosexual y que mis
pinturas debían quemarlas y a mi darme veneno.
Considerarse
ofendido (o ultrajado en la dignidad) parece ser el motor que desata la censura
intolerante contra el otro, además es cuestión de óptica. J. M Coetzee explica
que una de las consignas del Congreso Panafricanista en los años 90 fue: “Un
colono, una bala”. Coetzee escribe: “Los blancos señalaban la amenaza a sus
vidas que contenía la palabra “bala”, pero, según creo, era “colono” lo que
suscitaba una perturbación más profunda”.
Hoy
los ofensores se han atrincherado en los periódicos y en el Internet. Los ofendidos
por lo general son los políticos de saldo y oportunidad que padecemos y todas
esas vacas sagradas que exhiben la dignidad como medallas sin considerar que la
dignidad es una ficción por aquello escrito por Coetzee: “La ficción de la
dignidad contribuye a definir la condición humana, y la condición humana
contribuye a definir los derechos humanos. De este modo, hay un sentido real en
el cual una afrenta a nuestra dignidad ataca nuestros derechos. Con todo,
cuando, indignados por dicha afrenta, apelamos a nuestros derechos y exigimos
reparación, haríamos bien en recordar lo insustancial que es la dignidad en que
se basan esos derechos. Si olvidamos de dónde procede nuestra dignidad, podemos
caer en una postura tan cómica como la del censor enfurecido”.
Todos
tenemos dentro un censor muy bien guardado, pero quienes detentan cargos
públicos son susceptibles a que ese censor aflore con rapidez más por estupidez
que por algún parámetro mínimo de inteligencia. Detrás de un censor, o de
quienes se prestan para hacerla de comisarios del silencio, se oculta un
ciudadano, la mayoría de las veces, que guarda con celo en su escaparate
particular sus vilezas, mientras su rostro de ciudadano ejemplar ocupa la
escena pública.
Mientras los censores de todo pelaje afinan sus garras y se amparan en las leyes, el escritor, el periodista y el bloguero se las ingenia para seguir escribiendo todo aquello que saca de sus casillas a la administración.