Miguel Torrence detrás del telón
De izquierda a derecha: Guillermo Rodriguez, dos personas amigas, Carlos Yusti en la cuarta posición,
Miguel Torrence y Maritza la esposa de Torrence. Fotografía de Yuri Valecillo
Miguel Torrence y Maritza la esposa de Torrence. Fotografía de Yuri Valecillo
Carlos YUSTI
De joven, o más bien en esos días en que era un vago con los
bolsillos llenos de sueños desmantelados y la bravuconería barriobajera a flor
de piel, merodeaba por la escuela de teatro Ramón Zapata, frente a la plaza
Sucre. No iba por conocer la entraña argumental del teatro como arte y cosa,
mucho menos para saborear la magia del drama o la comedia servida en calienta
al público asistente. No, sólo iba por las actrices, por su vuelo vaporoso
hacia otros personajes y los senos y los muslos, claro. Yo creo que Miguel
Torrence (1949-2016) se metió en esto del teatro también por las actrices y ese
mundo irreverente y bohemio que traspiraban los cómicos de la lengua en ese
gran teatro que es la calle y la vida.
Lo cierto es que Miguel fue tomándole el ritmo a esto del
teatro y poco a poco se fue convirtiendo en un monstruo (en el peor y mejor
sentido) de la actividad teatral en el país. En una entrevista que le hizo E.
A. Moreno-Uribe, y la cual se puede lee por Internet, Miguel explica: “Estudié
en la valenciana Escuela Ramón Zapata con el maestro Eduardo Moreno y debuté
como actor hacia el 11 de octubre de 1960, en un espectáculo con los textos
Petición de mano y El aniversario de Chejov. Me dediqué de lleno a la dramaturgia
y la dirección y por eso ya contabilizo más de 300 montajes y unas 60 obras
escritas”. Su visión del teatro no era para nada esquemática; le gustaba
explorar las posibilidades de asombro creativo que el teatro podía brindar y
por esa razón sus versiones teatrales de Brecht, Ibsen o Strinberg siempre
ofrecían una vuelta de turca más de autores algo polvosos, pero que Torrence
sabía ajustar a nuestro tiempo para explorar lo humano desde esa hoguera de las
vanidades y la mala conciencia política. Sobre la obra el El proceso de
Lucullus, de Bertold Brecht, convirtió, como él mismo lo ha dicho, la sala de
teatro en un gran mercado libre, para recrear la obra desde un contexto
latinoamericano y exprimir todas sus variaciones políticas.
Para Miguel, militante en rojo profundo, el teatro se
convirtió en una trinchera, pero su genialidad vitalista y a contracorriente no
le permitía el panfleto teatral y siempre buscaba lo novedoso en la puesta en
escena. Lo conocí primero por su leyenda militante y luego por su mítica
participación en la obra Experimento número 1, que ofreció una aire
vanguardista a un teatro un tanto escolar.
Lo conocí en persona mucho después a través de mi amigo (y
fotógrafo) Yuri Valecillo y no me resultó tan friki como su leyenda y me pareció
más bien un señor miope que veía mucho mejor a través de los anteojos del
teatro. Era un gran lector. Además elogiaba, sin lamesuelismo, mi librito sobre
Pocaterra y yo por mi parte respetaba su quehacer teatral en volandas y con la
creatividad pisándole los talones. Con Miguel hablábamos de sus nuevos
proyectos, de los libros leídos, de Sartre, Strinberg, de las obras que
escribía. Nuestra entrañabilidad con las actrices nunca fue tema en estas
tertulias y no por pudor, sino por despiste romántico. En el fondo Miguel era
un romántico pasado por el comunismo inteligente y no ese de consignas y
dogmas. Esto sin duda marcó su estilo de vivir y de hacer teatro: siempre
desechando las convenciones, siempre de enemigo del pueblo por subrayar, tanto
en el existir como en el escenario, sus convicciones/pasiones.
A pesar de su militancia otra, le gustaba mucho
Strinberg y Henrik Ibsen. Creo que
también Samuel Beckett. Le atraía ese teatro en el que los personajes poco a
poco van dejando a la intemperie el alma con sus soles negros. No era amable
con ese teatro tan predecible y tan rajatabla.
Recuerdo que para el montaje la obra El pequeño Eyolf de
Ibsen, concibió trasformar el escenario es una jaula en la cual los personajes se moverían como
pequeñas ratas feroces. El gran armatoste, de hierro y cabilla, era estrambótico y un tanto aterrador. En su cabeza Torrence
concebía la obra como un laboratorio que en vez de ratas tendría hombres y
mujeres rabiosos encerrados en esa jaula de sus odios, miedos, prejuicios y pequeñeces. Además le dio un papel al viejo
Valecillo(*). Como es lógico este Ibsen se vivificaba desde una perspectiva nada
ortodoxa, pero la jaula era una metáfora que le quitaba frescura e impacto a la
actuación, pero así y todo la obra tenía esa costura surrealista y tétrica que
desconcertaba mucho a los espectadores.
Si algo distinguió el trabajo como director de Miguel
Torrence fue esa pasión irreverente por hacer del teatro un espacio crítico
lleno de lirismo cromático y de esa geometría iconoclasta que exploraba todos
los riesgos escénicos como intentado descubrir, a través personajes desgarrados
y volátiles, el alma del tiempo que le tocó en suerte. Su genio punzante y
descreído atrajo a sus amigos y enemigos de rigor.
En fin que su huella en el teatro nacional ha quedado, lo
demás, incluso este texto, es sólo fraseo de principiante. La última vez que
hablamos estaba preocupado por Sartre, por su teatro. Estaba en una relectura
pasionaria. Le dije para desalentarlo: “Sartre más que un escritor, era una
especie vedette turbia de pupitre. Además es un autor hoy sólo de libros de
remate, pero Camus ese si…” Miguel me dijo un tanto teatral, extendiendo los
brazos: “Soy un existencialista por costumbre, la nausea todavía me dura”.
Nunca le dije maestro. Aunque creo que no le hubiese
gustado. De todos modos el título se lo ganó en buena lid. Sus enemigos están
más tristes que sus amigos, ya no tienen donde hincar su tridente. Como ratas,
de ese laboratorio de la pequeñez y la intriga al que pertenecen, ya no tendrán
donde roer su falta de genio, su amargura de no tener talento. A veces el
mundillo cultural es una nausea y mira que no soy existencialista.
Miguel era como yo: un autodidacta. Y como yo leía mucho.
Sus padres le quemaron los libros para que no se enfermara, pero Miguel, ay, ya
estaba enfermo de literatura. Enfermedad que vertió con gran acierto y
competencia en el escenario y eso se le agradece. La oscuridad se cierra como
un parpado. El público espera. Se abre el telón y la maquinaria del sueño y la
imaginación se echa andar como una callada mariposa que vuela en la oscuridad.
*José Valecillo: Carpintero, esperantista, actor,
guerrillero, amante de la zarzuela y lector de teatro. Padre del fotógrafo Yuri Valecillo.