Carlos Yusti
Uno como lector/escritor es producto más de
los libros que recuerda que de los escritos. También el auténtico lector no es
otra cosa que un reincidente y obstinado relector. Por eso a veces en esas
relecturas los libros que guarda la memoria sufren reveses sustanciales. No
obstante no creo que la culpa sea de un autor o un libro determinado. El libro
que leímos en la niñez (o la adolescencia)
sigue intacto y en realidad el que ha cambiado es uno como lector y ser
humano; uno ha perdido ese brillo de asombro en la mirada, ha extraviado ese
espíritu de intrepidez que se traspapela con los personajes, en fin ha ido envejecido
y el tiempo, que es como un viento imperceptible que todo lo desgasta, ha
desdibujado esa dosis necesaria de inocencia para dejarse ganar por la ficción
más disparatada, para dejarse llevar de la mano por una historia donde la
imaginación hace todo posible, palpable y verificable.
Cincuenta años del Boom literario. Se dice
como si nada y entonces uno hojea en la memoria, o en ese cuaderno ajado del
alma, y comprueba que los fragmentos y esquirlas de esa explosión lingüística e
imaginativa de alguna manera nos ha causado heridas profundas y duraderas. Ya
André Breton lo postuló con certera puntería: “Amada imaginación, lo que más
amo en ti es que jamás perdonas.”
La palabra Boom no significa nada, pero en
las comiquitas dibujaba es el sonido de una explosión y eso ocurrió con mucha
metáfora en la literatura latinoamericana.
La explosión se inició en los años 60, no obstante su onda expansiva me
alcanzó cuando estudiaba bachillerato. La primera novela que leí a duras penas
fue “Rayuela” de Julio Cortázar. No tenía la cultura suficiente para encarar un
libro profundo, fastuoso y jodidamente bien escrito, sin mencionar su
experimentalismo y su juego de espejos de dos libros en uno.
Antes de Cortázar ya había leído algunos
libros de cuentos de Gabriel García Márquez, “Ojos de perros azul” y “Los funerales
de mamá grande”. Lo intenté de nuevo con Cortázar y su libro de cuentos “Todos
los fuegos, el fuego” el cual me devolvió hacia una dimensión inédita de lo
ficticio, con grandes manchas de la cotidianidad más rupestre. De Carlos
Fuentes “La Muerte de Artemio Cruz” me ofreció una visión cruda y llena de magia
del México y de lo que es el poder en sus sutiles variantes. Los cuentos de
Mario Vargas Llosa de su libro “Los jefes” ya prefiguraban una narrativa de una
riqueza crítica especial. Con su novela “La casa Verde” vino el deslumbramiento
y sigue siendo una de mis novelas favoritas.
La novela clave de García Márquez, “Cien
años de soledad” fue uno de los libros que leí con regazo. Los motivos de este
despiste lo desconozco. Dicha novela tenía algo que otras novelas del Boom no
poseían. Era un libro encantado, estaba escrito con la mejor madera narrativa
mostrada por los cronistas de indias. Convertía lo ficticio e imaginativo como
algo normal y tenía un impacto de credibilidad en profundo. De alguna manera la
novela desquicio la realidad, la convirtió en un juguete maleable presta para
adoptar las formas más inverosímiles.
Unos autores impecables en su escritura
quedaron fuera de esa gran explosión, pero sin ellos no se habría confirmado
que los autores del Boom no eran sólo una moda pasajera. Escritores como Juan
Carlos Onetti, “Juntacadáveres”, José Donoso “Casa de campo”, Juan Rulfo “El
llano en llamas”, Guillermo Cabrera Infante, “Tres tristes tigres”, Alejo
Carpentier, “El reino de este mundo”, Ernesto Sábato, “Sobre héroes y tumbas” certificaron
una nueva forma de narrar, devolvieron a la novela a su sentido clásico: narrar
una historia con todos los ingredientes de la imaginación y la realidad para
traspapelar el mundo como una invención reciente que vale pena leer y
redescubrir otra vez. Y en eso llega Jorge Luis Borges, con su paquidérmica
erudición, con su ceguera de iluminación libresca a situar el lenguaje en ese
punto de la limpidez y la economía de relojería exacta. Odiado y amado, que
escribía del tiempo, de las literaturas celtas o de los laberintos con una
exquisitez erudita y al mismo tiempo recibía una condecoración de Pinochet. A
pesar de todo lo leí con fervor y también hizo su respectivo trabajo de zapa en
mi alma de lector inquieto.
La novelas y cuentos escritos durante el Boom
lo que hicieron fue adentrase a explorar en las selvas del lenguaje y de
nuestra realidad así como lo hicieron los primeros cronistas de indias. No sólo
reinventaron y nombraron un nuevo continente a través de sus crónicas (con los
aparejos, instrumentos y bártulos imaginativos heredados de la Edad Media)
enriqueciendo de manera superlativa un continente que ya era presa de las
creaciones imaginativas de un caudal incomparable, que ya era una tierra en la
cual lo ficticio se deslizaba en la cotidianidad como un milagro, como un hecho
inexplicable o como una iluminación que desbordaba todos los parámetros de la lógica
muchas veces opaca y sin brillo.
Los relatos de Antonio Pigafetta, cronista
preferido de García Márquez, por nombrar uno, puede servirnos de ejemplo: «...
donde se posan ciertas aves llamadas garuda, tan grandes y tan fuertes que
levantan un búfalo y aun un elefante, y le llevan volando al sitio en que está
el árbol.» Con respecto a los pigmeos de la isla de Arucheto, Pigafetta anota: «No pasan de un codo de alto y que tienen las
orejas tan largas como todo el cuerpo, de manera que cuando se acuestan una les
sirve de colchón y la otra de frazada.». Otro explorador, Sir Walter Raleigh
que se estuvo por las riberas del río Caroní escribe: “Son llamados
Ewaipanomas, se informa que tienen los ojos
en los hombros, y la boca en mitad del pecho, y que una gran cola de
pelo les crece hacia atrás entre los hombros”. Sobre las Amazonas Raleigh
escribe: “Las que viven no lejos de Guayana se hacen acompañar por hombres una
vez al año (…)Se me dijo más adelante que si en las guerras tomaban algún
prisionero, usaban dejarse acompañar por él por cierto tiempo, al fin, por
seguridad, le daban muerte…”
Que aportó todo ese puñado de escritores del
Boom. La respuesta es sencilla: un trozo de buena y exquisita literatura que
funde ficción y realidad en un gran fresco que rastrea nuestras raíces más
honda y nuestros sueños más inverosímiles y que alguna manera se entreteje con
los escritos que los primeros cronistas de indias esbozaron sobre un continente
que fueron creando a través de una escritura pujante y viva como la selva en la
que fueron adentrándose.
La gran contribución de los novelistas del
Boom fue darle nuevas posibilidades a la novela y de abordar lo ficticio y el
realismo desde una óptica renovada donde el juego, la experimentación y el
humor se convirtieron en ingredientes indispensables para narrar desde esa
orilla del sueño y la vigilia sin perderle el ritmo a nuestra historia y a
nuestro devenir. Otro punto a favor fue el lenguaje utilizado desde todos sus
ángulos, ofreciendo giros novedosos y convirtiendo al idioma español en una
llave nueva para abrir de par en par las puertas de la imaginación, de eso que
soñamos y de lo que alguna manera nos sueña o como lo escribió Borges en un
cuento: “Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?-
soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé
que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la
cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando:
con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable
arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino
a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito,
que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es
interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."